Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

En reconstrucción permanente


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Para alguien como yo, nacida en Castilla (La Vieja) a los pies de un castillo levantado sobre roca, buscar lo estable, definitivo e inmutable es lo normal. En Castilla, habituados a un paisaje de meseta, hay pocas curvas y mucha claridad. Después, con el tiempo y a fuerza de dejarte llevar por la vida, vas descubriendo que solo tienes que moverte un poco para caer en cuenta que el horizonte sigue estando en el mismo lugar aunque atravieses montañas que no dejan ver lo que hay detrás. Y descubres la belleza del norte, del sur y del centro. Cada cual la suya. Algo así pasa también con las personas. El paisaje nos configura más de lo que pensamos, aunque siempre permanezca la particular forma de ser de cada uno.



Estas cosas y otras pensaba mientras veía arder una pequeña falla en Valencia. Sin captar del todo el significado que sí le dan quienes han crecido en esa cultura, es difícil no conmoverte: una obra artesana y manual, fruto de la creatividad y el esfuerzo de muchas personas, con todo detalle, con esmero y a lo largo de casi un año, queda reducida a cenizas en minutos. Literalmente. Y no es un accidente, ni un drama. Es una elección. Una filosofía de vida. Y una tradición.

Cuentan que, antiguamente, los carpinteros quemaban los trastos viejos frente a sus talleres en la noche de su patrón, San José. La ciudad se convertía en un “mar de fueguitos”, parafraseando a Eduardo Galeano y junto a la madera inservible ardía también el artefacto de madera (‘parot’) donde colocaban el candil para trabajar en el invierno. Con el tiempo, ese ‘parot’ que se tornaba inservible en primavera, fue revistiéndose de trapos y objetos, representando personajes, precursores de los actuales ninots. En Castilla hay muchos momentos donde el fuego y lo que ya no sirve son el centro: por supuesto, la hoguera de san Juan, pero también he visto lugares donde se asocia a las Candelas de febrero o al inicio de año o incluso a la hoguera del Sábado Santo para iniciar la Vigilia Pascual. Puro renacer. Quemar lo que no nos sirve tiene un pase; pero quemar algo que amas y que has creado tú mismo, es otra cosa. Requiere valor, no sólo sentido de fiesta. Y si, además, lo haces rodeado de los tuyos, como los valencianos antiguos, la fiesta se convierte en un modo de vivir.

Fallas Valencia

Porque el monumento fallero (esa obra de arte simbólica y satírica a base de materiales combustibles), fue construido para eso: para ser contemplado, disfrutado y quemado. El ritual se mantiene: la Fallera Mayor enciende la mecha que da inicio a la traca que terminará en el mismo corazón de las figuras coloridas provocando el fuego. Suena de nuevo la música y se entremezclan las lágrimas de la emoción con la tristeza del final y la alegría de haber podido disfrutarlo. Bailan juntos y siguen adelante. Solo unos días después, volverán a reunirse para empezar a preparar la del año próximo en la ‘apuntà’. Y así, una vez más.

Me decía una buena amiga valenciana que los que nos reconstruimos como mucho una vez en la vida, lo sufrimos más. Nos parece más dramático. Pero quienes se reconstruyen a sí mismos con frecuencia, lo viven con menos dramatismo. Y creo que lo entendí mejor junto a los escombros y los 3 palos quemados que quedaron como resto de lo que días antes visitábamos turistas y foráneos a pesar de la lluvia y el frío. Más aún: unas horas después (¡solo unas horas después!) las plazas y calles aparecen perfectamente limpias. Ni rastro de obra de arte. Ni rastro de cenizas. Un nuevo día.

Valencia

Me gusta Castilla. Me gusta la gente que apuesta por lo que cree sin ambages y se enraíza en la vida y en las relaciones sin fisuras. Es gente fiel, directa, clara. Y también me gusta Valencia. Me gusta la gente que vive lo cotidiano (no sólo grandes decisiones vitales) en gerundio, en proceso, en reconstrucción permanente. Y no lo hacen resignados, tolerando con humildad lo vulnerables y caducos que somos, sino celebrando que seamos así. Que tengamos capacidad para relativizarnos a nosotros mismos y a la vez poner lo mejor de nosotros en cada cosa que hacemos, como si su belleza fuera a ser para siempre.

Dios no es inmutable, decimos. Al menos el Dios de Jesús (Mc 1,41; 6, 34; 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; 20,34; Lc 7,13…). No es ‘inmutable’ porque se deja afectar (cf. Os 11,8). No tiene miedo a cambiar para que permanezca lo esencial (Jer 31,20). No es indolente (cf. Sal 103). Y, paradójicamente, nosotros mismos querríamos serlo muchas veces. No lo decimos así, claro. Lo revestimos de compromiso, fidelidad o coherencia, pero, quizá, se nos escapa que aferrarnos a la impasibilidad tiene más de pecado original (ser Dios y tenerlo todo claro y distinto para siempre) que de fidelidad al Dios de la vida. El Artesano que crea y llena de capacidad a su creatura para que crezca y se equivoque y escuche y cambie y renazca y se convierta … y vuelva una y otra vez a vivir. Nunca acabado.