Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Sugerencias epifánicas para el nuevo año (y III): en las Bodas de Caná


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Con la liturgia del 6 de enero me propuse bucear en la triple Epifanía: “Veneramos este día santo, honrado con tres prodigios: hoy la estrella condujo a los magos al pesebre; hoy el agua se convirtió en vino en las bodas de Caná; hoy Cristo fue bautizado por Juan en el Jordán, para salvarnos”.



No pensé que se me harían tan largas tres semanas: Trump y sus trumpistas, Francisco y el motu proprio, la cuesta de enero, el Covid subiendo, algunas ciudades paralizadas (literalmente) por la nieve… Tengo la sensación de estar escribiendo algo anacrónico, como si hubieran pasado meses desde entonces. Pero no me resisto a cerrar este “triduo epifánico” y caigo en cuenta del tiempo tan denso que vivimos en noticias y acontecimientos. Tanto, que es imposible digerirlos: llegan como se van. Nos llenan (no nos alimentan) y se esfuman. Quizá es inevitable.

El mejor vino que hemos probado

Gesché nos ayudó con sugerencias epifánicas de los magos y Berger con el bautismo. Hasta 1967, se proclamaba todos los años el texto de las Bodas de Caná el domingo después del Bautismo. Ahora, ha quedado solamente en el ciclo C. Este “primer signo” de Jesús consiste en convertir el agua en vino. Ciertamente, en un contexto nupcial y, quizá por eso, se ha insistido tanto en una lectura esponsal del milagro, como desposorio de Jesús con su Iglesia o con la humanidad entera. Pero esta vez quisiera quedarme con la lectura más evidente: Dios puede transformar el agua en vino y no un vino cualquiera, sino el mejor que hemos probado. Nos ayudaremos de J. Ratzinger en su libro: ‘Jesús de Nazaret I. Desde el Bautismo a la Transfiguración’:

“¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino –unos 520 litros– para una fiesta privada? Debemos, pues, analizar el asunto con más detalle, para comprender que en modo alguno se trata de un lujo privado, sino de algo con mucho más alcance (…) Es posible percibir aquí una referencia anticipada a la teofanía final y decisiva de la historia (…) sería, por así decirlo, el día de la fiesta de Dios para la Humanidad, anticipo del sábado definitivo descrito, por ejemplo, en Is 25,6: ‘El Señor prepara para todos los pueblos un festín de vinos de solera'” (p. 296).

  • Y ¿por qué no iba Jesús a dar esta alegría a una fiesta privada, a una familia, a unos amigos?, ¿acaso no actúa siempre Dios así, en lo concreto, con nombre y apellido?, ¿acaso no es este el principio Encarnación que atraviesa todo en el estilo de nuestro Dios? Sí, Dios pierde tiempo en darnos alegrías “privadas”, ¡por supuesto! Quizá por eso la relación de Jesús con la gente de su entorno se nos revela tan natural, cercana, humana… Bailaba en las bodas, tenía amigos y amigas, reía y lloraba si era necesario. Y que el mismo Hijo de Dios haga eso contigo, efectivamente es un “lujo privado”. ¡Bendita desproporción divina que no escatima litros de vino con un puñado de amigos!

“Jesús dice a María, su madre, que todavía no le ha llegado su hora. Eso significa, en primer lugar, que El no actúa ni decide simplemente por iniciativa suya, sino en consonancia con la voluntad del Padre, siempre a partir del designio del Padre (…) Y, no obstante, Jesús tiene el poder de anticipar esta ‘hora’ con signos” (p. 297).

  • Jesús tenía ese poder, pero nosotros no somos Dios. Igual tampoco nos viene mal recordarlo al comenzar el año como sugerencia divina: una llamada a la paciencia, a la sabiduría para distinguir cuándo es nuestra hora y cuándo no. En definitiva, lucidez y confianza para no ir por la vida como si pudiéramos decidir todo por nosotros mismos y nuestra santa voluntad. Nos desmoronó los planes el Covid, lo ha hecho un temporal inédito como Filomena y cada uno de nosotros podría contar algún otro “fenómeno vital” que nos ha descolocado. Pero nos cuesta aprender.

“La señal de Dios es la sobreabundancia. El agua, que sirve para la purificación ritual, se convierte en vino, en signo y don de la alegría nupcial (…) La pureza ritual nunca es suficiente para hacer al hombre ‘capaz’ de Dios, para dejarlo realmente ‘puro’ ante Dios. El agua se convierte en vino. El don de Dios, que se entrega a sí mismo, viene ahora en ayuda de los esfuerzos del hombre, y con ello crea la fiesta de la alegría” (p. 299).

  • Jesús, como primer signo y parte de su Epifanía a la Humanidad, no sólo convierte el agua en vino, sino la purificación ritual en fiesta compartida. ¡Es un dato revelado! Donde dejamos actuar a Dios el agua insípida (por valiosa que sea) se vuelve vino bueno. Es pasar de la supervivencia a saborear la vida. Donde dejamos actuar a Dios las ansias y procedimientos para mayor perfección propia se convierten en lugar de encuentro, descanso y fiesta. ¿No sería estupendo tomarlo como referencia para nuestra vida creyente?

Y si os parece, como broche de este triduo epifánico, recordemos que está María. Siempre María. Un paso por delante y por eso sabiendo que nosotros estamos caminando detrás. Creo que hoy nos diría algo así: “Si sabéis lo que hay que hacer, ¿por qué no lo hacéis? Haced lo que Él os diga”.