Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

A las puertas de Pentecostés


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Qué delicadas son las puertas. Se abren o se cierran, enmarcan la entrada o la salida. Actúan de frontera o lugar de reconocimiento y encuentro. Acogen y protegen, o se blindan. Qué bien lo sabe la Iglesia que nace y renace en Pentecostés. A lo mejor algún cristiano, lamentablemente, tiene la tentación de no celebrar demasiado este día o vivirlo solo externamente, sin la noche en la que reluzca bien el Espíritu o sin la apertura suficiente para recibirlo.



Un jesuita –hoy de renombre– me decía en una conversación fraterna qué importante era para la oración el modo de entrar, porque todo comenzaba al tocar la puerta. Y ahí seguimos. El CVII abrió la Iglesia a la renovación con una delicadeza enorme. En 1963 dice: “El sacrosanto Concilio se propone acrecentar cada vez más la vida cristiana entre los fieles, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo las instituciones que están sujetas a cambio, promover cuanto pueda contribuir a la unión de todos los que creen en Cristo y fortalecer todo lo que sirve para invitar a todos al seno de la Iglesia” (SS, 1).

Luz de los pueblos

Un año después, aunque ya lo sabía de antes, se da cuenta de que tiene que reformularse a sí misma y aparece ‘Lumen gentium’, para colocarse por delante de todo lo demás. Y comienza así: “Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro del a Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas. La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1).

Basta el texto para comprender que la Iglesia no es la luz, sino que ilumina en la medida en que está unida a Dios y une a la humanidad. Lo que todos sabemos, y más o menos intentamos vivir, supongo. El eco del amor a Dios y al prójimo es tal que ya sabemos lo que está por llegar: de un lado, ‘Dei verbum’; de otro, ‘Gaudium et spes’. ¿Dónde están por tanto estos lenguajes que nos acercan a Dios, que nos educan en su lengua, y a los demás?

Mi intuición, tan básica como discutible, es que la Iglesia sabe hablar comprensiblemente con el mundo, con la sociedad, con los demás desde la comunión, desde la fraternidad, desde la centralidad de Cristo; que mientras esta conversión, en línea con ‘Lumen gentium’ no se dé, de un modo u otro seguimos más en la Babilonia imaginada o la del exilio, y no hemos vuelto a Jerusalén, no hemos sustituido todavía –en el corazón– el templo de la iglesia por la Iglesia de la fraternidad, de piedras vivas.

Es por esto por lo que pienso muchas veces que no se trata de ser cristianamente creativos, sino de ser cristianos bajo la inspiración. Que cuando hablamos de creatividad, como si fuera un don personal único y potente, lo que queremos es hacer muchas cosas, muy atractivas para los demás, muy llamativas y diferentes. Pero que, cuando notamos la inspiración -moción-, con ella viene una cierta obligación que me lleva a preguntar a otros y todo comienza en la Iglesia y pasa por la Iglesia, y voy entendiendo algo mucho más importante que es situarme bajo la acción de Dios, del Dios que me lleva a otros. ¿Será entonces cuando se diga de verdad la Buena Noticia, el Evangelio? ¿Será así como el Evangelio se ha transmitido y se seguirá transmitiendo, en tanto que está encarnado?

Estamos a las puertas de Pentecostés. Quizá siempre.