Existencialismo y Resurrección en un mundo roto y redimido por el Señor


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Si bien la vida es un constante torrente que se mueve a lo largo de nuestro trayecto existencial, ella es también un don gratuito que nos ha sido encomendado como tarea, como invitación a la libertad responsable y comprometida, y como llamada a descubrir y re-descubrir el sentido de nuestra propia vocación vital. En este sentido, en lo que llamamos la vocación, nos jugamos la manera y profundidad en cómo experimentamos la vida que nos ha sido dada.



Albert Camus (1951) planteó que la única verdadera pregunta importante (o problema filosófico) es si la vida merece o no la pena ser vivida. Quizás parezca una posición radical, pero es un planteamiento propio de una época de crisis, de un sinsentido generalizado en muchos sujetos y comunidades, y de la pérdida de esperanza de gran parte de una generación ante las múltiples acciones de opresión, terror, exclusión y vulneración de dignidades y derechos en el marco de las pasadas guerras mundiales y sus nefastas consecuencias, en medio de una inconmensurable situación de dolor frente a las diversas Pandemias de nuestro tiempo como la actual por la Covid-19, entre otras muchas situaciones de des-humanización que han marcado nuestra historia.

Ante este duro y contundente planteamiento, propio de una coyuntura producida por la opresión de seres humanos con poder (legítimo o no), por encima de otros seres humanos (las grandes mayorías) sin posibilidad de decir o hacer mayor cosa ante esta situación, nos surge la pregunta: ¿En nuestros tiempos actuales seguimos asistiendo a situaciones de ruptura de la alteridad y de la equidad en función de los intereses de unos pocos que ostentan poder y que en tantas ocasiones lo utilizan para beneficio propio o explícito perjuicio de la dignidad innata de los otros?

La respuesta es, con toda seguridad, que sí; hoy seguimos, en muchos sitios y lugares, viviendo una tónica de existencia marcada por situaciones de exclusión, violencia, desencuentro y de ejercicio de una cultura del descarte muy visible en la crisis planetaria actual. Sería muy ingenuo e irresponsable pretender cubrir esta realidad matizándola con argumentos endulzantes.

Sin embargo, aún ante estos hechos evidentes que reclaman nuestra respuesta, nosotros-as tenemos siempre la posibilidad de decidir cómo afrontarlo y bajo qué premisas fundamentales. Aún más, desde nuestra perspectiva de seguidores de Cristo, y de su proyecto de Reino, asumimos que la libertad interior es el don de Dios inalienable más determinante que tenemos y el cual debemos anteponer frente a toda imposición externa, implícita o explícita. Es decir, es la elección de la actitud interna y, por lo tanto, externa con la que afrontaremos las circunstancias de la vida por más complejas que ellas sean.

La vida como don y opción

En estos días en los que hemos recordado y revivido la muerte de Cristo, no como una búsqueda premeditada, sino como el resultado y la clara consecuencia de una opción de vida plena, profunda, coherente y libre ante los poderes opresores, reconocemos también que todos-as tenemos una llamada a asumir en serio las bellas posibilidades de experimentar la vida como don y como opción por los otros. Es la responsabilidad de amar hasta las últimas consecuencias.

El proyecto de vida ofrecido por este Jesús histórico y de la fe, genera fundamentos profundos y cimientos sólidos, aún ante los rasgos imperantes de la sociedad líquida y liquidándose. Y en ese sentido, sólo desde esta certeza de comprender la vida plena como entrega absoluta en libertad, y en opción por los otros y otras, podemos comprender el sentido de la resurrección como hecho fundante de nuestra fe solidaria con la vida y con los otros-as.

La Resurrección de Jesús es un hecho que se sigue suscitando todos los días y en todos los tiempos y momentos, cuando los seres humanos elijen, o no, ejercer su vocación hacia la vida y en medio de la vida, y donde reconocemos una nueva existencia que se regenera como promesa, posibilidad y como realidad por construir. La Resurrección es, entonces, la invitación a creer y constatar una vez más que “donde abunda el pecado sobreabunda la gracia”(Rom. 5, 20), y que la muerte, o todas las actitudes que la generan desde el poder, exclusión e inequidad, no tendrá la última palabra jamás.

Ya Viktor Frankl (1946) hacía evidente esta posibilidad de vida-resurrección de todo ser humano, constatada aún en medio de los horrores más indecibles del holocausto, y como se hace evidente hoy en medio de esta Pandemia sin precedentes para la generación presente. La muerte interior que nos mantiene en el “no lugar”, la que muchas veces nos conduce hacia la vida líquida que se centra en el tener, más que en el ser, puede y debe ser confrontada desde la libertad interior en el elegir cómo vivir nuestro día con día.

Así pues, afirmamos la posibilidad de reconocer en el discernimiento una herramienta de vida para reconocer las voces, internas y externas, que nos conducen y reconducen hacia el sinsentido o hacia la esperanza. Nada hay más determinante que reconocer nuestro propio rostro y la fragilidad de nuestro ser, a la luz de la hermosa promesa de otro mundo posible que viene del Señor de la vida, y de su Resurrección.