Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Dejarse llorar


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“Hay algo sagrado en las lágrimas. No son señal de debilidad sino de poder. Son las mensajeras de una pena abrumadora y de un amor indescriptible” (Washington Irving).



¿Cuándo fue la última vez que lloraste? Me refiero a llorar sin pensarlo. Llorar porque algo te toca y una especie de oleaje sencillo y natural sube la marea por dentro y surgen las lágrimas. No me refiero a llorar de alegría, como a veces decimos. Me refiero a llorar sin más, porque lo que vivimos nos desborda o simplemente nos expresa.

¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!, decía Antoine de Saint Exupéry. A veces llorar nos abruma de tal forma que solo queremos contenerlo, ahogarlo, que nadie se dé cuenta. Otras veces querríamos llorar, pero no somos capaces: quizá porque hemos ido construyendo diques interiores para sobrevivir, quizá porque en algún momento decidimos no transcurrir por ese misterioso país para evitar otros imprevistos, quizá porque alguien aprovechó la supuesta fragilidad de quien llora. Y en otras ocasiones las lágrimas son nuestro mejor aliado para darnos cuenta de qué nos importa de verdad, de qué nos conmueve, de qué nos daña… y una palabra o una imagen nos arranca la emoción.

Miguel de Unamuno

¿Llorar o no llorar? ‘Dejarse llorar’, podríamos decir. Como quien se deja llevar y no reprime una sonrisa, una carcajada o una caricia. ‘Dejarse llorar’ cuando el cuerpo y la situación nos lo piden. Por una pena abrumadora o por un amor indescriptible, como dice Irving. Pero lo que es seguro es que detrás de unas lágrimas sinceras siempre habrá una emoción honda y muy humana:

“El ser humano, dicen, es un animal racional, no sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental […] Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado” (Miguel de Unamuno, El sentimiento trágico de la vida).

Y añade:

“Estoy convencido de que resolveríamos muchas cosas si saliendo todos a la calle y poniendo a la luz nuestras penas, que acaso resultasen una pena común, nos pusiéramos en común a llorarlas y a dar gritos al cielo y a llamar a Dios. Aunque no nos oyese, que sí nos oiría”.

Yo también estoy convencida de que muchos conflictos personales y sociales tendrían un recorrido bien distinto si nos lloráramos juntos en vez de enfrentarnos o defendernos. Por eso reivindico que podamos dejarnos llorar cuando la pena o el amor (que suele ir unido) nos cruja el alma. Porque es un poder, mucho más que una debilidad. Es no tener miedo de lo que sentimos y de que otros lo sepan. Es no vivir en permanente contención. Es confiar en que no nos harán más daño por ello. Es creer que llorar puede ser tan eficaz como poner en marcha planes o decisiones elaboradas. Pero, sobre todo, reivindico a las personas que saben estar con alguien que llora, que no se asustan, que no te dicen “no llores” o se quedan impasibles como si contemplaran un correcto informe de ventas. Reivindico a quien es capaz de cambiar la mirada y el tono de voz porque identifica en quien llora el riesgo y la honestidad, el dolor y la fragilidad y lejos de aprovecharlo para su propio interés es capaz de poner por delante lo que el otro está viviendo. O llorando. Siempre que quien llora, llore bien, claro, de corazón, sin estrategia. Porque como decía D. Miguel:

“No basta curar la peste, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso esta es la sabiduría suprema”.