Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

2022: de la libertad y el reencuentro


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En toda sociedad, según su momento, se alzan grandes demandas que agrupan y aúnan la sensibilidad general y el discurso común. Es una lección que se puede extraer de la pandemia. En la medida en que todos hemos compartido un sufrimiento común, también hemos mirado en una dirección parecida. No simplemente para salir de la situación que nos compromete, sino en busca de vida. Una especie de sed de vida guía y conduce la humanidad.



Si en un tiempo reciente fue la libertad (y las libertades), intuyo que ahora estamos girando, cuando no gritando, por vivir el encuentro. Puede tomarse, sin más, como una categoría para entender una época. Pero se trata de ver a dónde apunta realmente, desde el reconocimiento del árido espacio que estamos habitando. Por ejemplo, la ciudad ofreció, en contraste con el ámbito rural, un anonimato mayor que abría posibilidades ciertamente imposibles en un pequeño pueblo. Hoy, sin embargo, ese anonimato se ha vuelto asfixiante e inhumano, dolorosamente aislante, en el que la persona no madura en vínculos y pierde referencias inmediatas. Frente a esa forma de vida hoy se busca espacio de encuentro, se quieren forjar esos lugares abiertos de acogida y reconocimiento mutuo, de pertenencia humanizante y compromiso mutuo. Creo que es fácil atisbar estos movimientos, estas “migraciones” en las formas de vida.

Encuentro que, por otro lado, es imprescindible en múltiples dimensiones. Frente al permanente activismo y la exigencia exteriorizante, se clama por tiempos de calidad con uno mismo y los más cercanos, para crear familia, comunidad. Diría que incluso en el ámbito laboral es una preocupación abierta. ¿No es esta inquietud del corazón por lo hondo, cuando profundo significa auténtico y “de verdad”, lo que se vive en la mejor espiritualidad y oración cristiana, que es encarnada y habitualmente compartida con otros para que llegue a plenitud?

Reconocerse

Por otro lado, frente a los “listines” llenos de nombres en los móviles y en la carpeta de contactos, o de seguidores por aquí y por allá, cada vez se vuelve más envidiada la vida de personas que viven rodeadas de personas con trato sano y edificante. No basta “conocerse”, sino que hace falta “reconocerse”, en el que la “re-” inicial indique “reciprocidad”. Lo cual es profundamente evangélico, hasta el punto de que el mandamiento del amor apunta a que ese amor se viva en la comunidad mutuamente (‘alelón’). Palabrita, a mi entender, que si no se comprende tampoco forma iglesia-comunidad y que, por hacer notar su urgencia, se encuentra profundamente subrayada en la “sinodalidad”.

Como último apunte, sobre la necesidad de este “encuentro”, late profundamente en las grandes cuestiones sociales. Por cierto que, incluso dentro de esas mismas exigencias de nuestro tiempo, se quiere dar un paso hacia su humanización que es del todo imprescindible para que trasforme el corazón. Con una mejor adecuación de las expectativas, donde no se trata ya de cambiar el mundo, sino acercar personas. En la medida en que ciertas fronteras (que son múltiples y están por todos lados, con sus trincheras posteriores y sus espacios autorreferenciales) caen y se produce el encuentro entre personas, con la paciencia de la palabra y de la comprensión mutua sin renuncias, los conflictos rebajan intensidad y aparecen, ahora sí, verdaderas respuestas a la altura de la dignidad humana que no puede imponerse “por ley”.

Aunque estamos en Navidad, y podemos hacer del encuentro un motivo navideño, al lado de otros muchos como luces, árboles y belenes, intentaría sacarlo de este humus de partida. Lo ampliaría a todo momento y lugar, para que cobrase significación profunda. Porque el encuentro tiene de suyo no ser reducción sino ampliación y dilatación de la vida. Por supuesto, la gran palabra que ha interpretado el encuentro es la fraternidad, que no tiene raíz ilustrada, sino que la Ilustración está en deuda con la Biblia al hacerla suya.