Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Torpezas y pequeñas trampas


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Estos últimos días he tenido que conducir bastante por carretera. Sola. Y me he encontrado en varios momentos haciendo lo contrario de lo que yo misma veo y digo que quiero hacer: me falta paciencia, reacciono con violencia, a veces soy imprudente y corro más de lo que debería en algunos tramos. Hablo y escribo de muchas cosas que creo profundamente pero que luego me cuesta la vida llevarlo a la práctica muchas veces.



He leído alguna entrada en redes de personas que conozco, con las que me relaciono cotidianamente y, en un par de ocasiones, he tenido la sensación de que decían exactamente lo contrario de lo que hacen o, al menos, de lo que yo percibo: denuncian la intransigencia de otros apelando a la docilidad y la empatía como única forma de entendernos y en sus formas habituales se desprende rigidez y dureza con los demás. O alertan del peligro de vivir “desde fuera”, más pendientes de las formas que del fondo y son personas que percibimos con una desconexión personal considerable.

Dicen que tengo cierta tendencia a esperar lo mejor de las personas que conozco. No es un alarde. Denota fe en el ser humano, mucha confianza en la gente a la que quiero, pero también cierta ingenuidad y una buena dosis de no ver con objetividad. Por eso, tiene tanto de virtud como de defecto. Y lo que en ocasiones puede ser lealtad incondicional, en otros momentos es más bien cabezonería y dificultad para reconocer que quien parecía estupendo puede llegar también a ser tóxico.

Incoherencias

Y así, sumando, sumando, acumulamos contradicciones en la misma medida que desaciertos y ganas de ser felices. ¿Quién no lo quiere, quién no lo busca? Aunque erremos el tiro. Quiero pensar que, en medio de nuestras incoherencias, cuando hacemos una defensa apasionada de cosas que brillan por su ausencia en nuestro hacer cotidiano o cuando escribimos como si viviéramos no sé qué virtudes, algo de ello hay dentro de nosotros. Aunque solo sea el deseo.

También dicen que, hasta que no puedes visualizar e imaginar algo por dentro, no existe. Es decir: difícilmente llegarás a un destino que ni siquiera has dibujado ni deseado dentro de ti. A buen seguro que no soy tan pacífica como quisiera, ni tan bondadosa como pido a los demás que sean, pero qué bueno que al menos lo deseemos tanto que seamos capaces de contarlo sin pudor, sabiendo que nos exponemos a que otros al leernos, nos digan: pero, ¿cómo puede decir ella esto?

Así somos: hambrientos de verdad con nosotros mismos, con los demás, con las relaciones, con la sociedad, con la política, con la Iglesia… con todo. Y, a la vez, tan frecuentemente incapaces de reconocer nuestras propias contradicciones. Y, si las reconocemos, ¡con cuánta facilidad pactamos con ellas trampeándonos para no tener que reconocerlo ni cambiar aquello que más nos duele! ¡Qué torpes y lentos de corazón somos a veces para comprender, como lamentaba el Resucitado con los de Emaús! (cf Lc 24,25). Y qué no daría porque se me abrieran los ojos, como les ocurre a ellos, pocos versículos después. Porque esto de “comprender” tiene mucho de cabeza, pero no menos de decisión, de lucidez emocional y de verdad con nosotros mismos.

Estoy convencida de que, si esto fuera posible, aplicando algo ungüento milagroso y sanador, también nos costaría aplicarlo, por mucho que lo deseemos. Porque al final, siempre es más fácil hablar y escribir que vivir; es más fácil decir lo que hay que hacer que hacerlo; y en el colmo de la estupidez, preferimos ser un poco menos felices, pero vivir más engañados… muchas veces, entretenidos en nuestras propias trampas, por pequeñas que sean.