Editorial

Voluntarios en cristiano

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España cuenta con 3,3 millones de voluntarios, un máximo histórico que representa el 8,2% de la población. Son datos para la esperanza, que hablan de una ciudadanía cada vez más activa y comprometida de forma desinteresada con el bien común.



A buen seguro que, al margen de estas estadísticas oficiales, son muchos más los que regalan a los demás su tiempo y sus ganas en lo pequeño y lo escondido, fuera de cualquier estructura asociativa. Esta solidaridad no formal se pudo constatar en los momentos más duros de la pandemia, y también se ha visibilizado a lo largo de estos meses ante la crisis humanitaria de la guerra en Ucrania.

Sin embargo, a los sociólogos no se les escapa que el voluntariado exhibe las flaquezas propias de la sociedad actual: líquida, individualista, del emotivismo, de la inmediatez y los grandes titulares. Estos dejes provocan que esos mismos hombres y mujeres sensibles al interés general suspendan su vinculación a cualquier causa hasta la siguiente emergencia, con la consiguiente desmemoria colectiva. Esta falta de corresponsabilidad continuada respecto al devenir de los más desfavorecidos es hoy una asignatura pendiente a la que hacer frente para evitar caer en el ‘sálvate a ti mismo’.

La estadísticas también hablan de que este voluntariado, amenazado por la volatilidad del momento, aumenta especialmente entre los más jóvenes. Esta tendencia al alza, curiosamente, se produce en paralelo a su fuga imparable de los templos, cuando la Iglesia es la institución con la mayor red social. Por ello, no estaría de más que una Iglesia misionera en salida analizara en profundidad si su pastoral ofrece a los jóvenes esta vía como puerta de entrada para que las nuevas generaciones descubran el rostro de Cristo en el vulnerable.

Evangelizar desde la gratuidad

Tampoco parece gratuito preguntarse si la formación en los seminarios –con su auditoría a la vuelta de la esquina– incluye de verdad un contacto directo y periódico con los últimos. O si quienes dinamizan la vida diocesana y parroquial saben traducir la efusividad y pasión de los neoconversos en adoración embarrada por los preferidos de Dios.

Porque para un cristiano, más allá del altruismo filantrópico y el civismo humanitario que mueve a cualquier ciudadano, la solidaridad es un término secular que remite directamente a la caridad, virtud teologal que no se puede arrinconar ni excusar. Y la Doctrina Social de la Iglesia, con el voluntariado como campo de acción, no deja de ser una puesta a punto del Evangelio de un Jesús de Nazaret que evangelizaba desde la gratuidad, devolviendo la dignidad al pobre, al enfermo y al excluido, haciendo realidad la inagotable misericordia de Dios Padre.

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