Tribuna

Jornada Mundial para la Vida Consagrada: Experiencias de “no propio”

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Le oí hace poco la expresión “no propio” a una clarisa joven que hablaba de esa forma de pobreza evangélica que querían vivir en su monasterio y pensé: algo de eso se vive en los proyectos intercongregacionales. Porque en ellos, por encima de lo propio –nombre de la congregación, carisma, costumbres, estilo de hacer las cosas…–, se da prioridad a las vidas y los rostros de la gente a la que se quiere servir y acompañar, a lo que necesitan o reclaman. Al ser enviados a ellos más allá de “lo propio”, se convierte en lo esencial, y eso supone aceptar con humilde realismo la incapacidad de hacerlo en soledad, salir del bucle de la propia identidad congregacional, ensanchar fronteras, unir fuerzas y movilizar la creatividad para explorar formas nuevas de vivir la misión.



La Vida Consagrada está en un momento “delicado y fatigoso” –lo ha dicho Francisco– y la “figura histórica” que ha sido la suya durante siglos parece estar llegando a su fin. Vivimos situaciones de creciente fragilidad y disminución y de verdad tiene “gracia” que, precisamente de ahí, estén naciendo nuevos proyectos –las ‘start-up’ del lenguaje empresarial–. Cuando asentamos nuestra confianza en el Dios experto en trabajar nuestras pobrezas y pérdidas, descubrimos formas distintas de relación, apoyo mutuo, reciprocidad y colaboración.

Las experiencias intercongregacionales se están dando cada vez con mayor naturalidad dentro de la Vida Consagrada y si como proclama un salmo “la justicia y la paz se besan” (85, 10), en este caso lo hacen “la precariedad y la fraternidad”, o más bien, la “sororidad”, porque la mayoría de esos proyectos los emprendemos las congregaciones femeninas.

He tenido la suerte de participar en dos de esos proyectos: de 2004 a 2009, en una comunidad formada por cuatro religiosas de diferentes congregaciones en un complejo residencial de Cáritas en Madrid para familias en situación de vulnerabilidad social. Nuestra misión como “vecinas de los vecinos” era compartir responsabilidades con el equipo técnico de educadores y voluntarios.

Al principio, hubo que superar bastantes miedos: ¿cómo formar comunidad desde cuatro carismas diferentes?, ¿no se difuminará el de cada una?, ¿cómo mantener la pertenencia a la propia congregación?… Después de años de intensa convivencia, las cuatro que la formamos estábamos de acuerdo en haber vivido una vida comunitaria fluida, compartiendo oración, recursos y misión: el deseo de estar cerca de la gente en situaciones difíciles, la apertura a los imprevistos y participar en una misión apasionante, habían sido elementos clave para nuestra convivencia.

Unir fuerzas

Otro proyecto: la Asociación ‘Puente de Esperanza’, nacida en 2005 en otro barrio de Madrid por iniciativa de trece congregaciones femeninas que querían unir fuerzas y responder a la realidad de precariedad de tantos inmigrantes. Hoy colaboramos unas cien personas, religiosas y laicas, con la acogida como eje transversal de todo el proyecto. Se promueven procesos de desarrollo y crecimiento humano, capacitación laboral y un clima que favorece la convivencia, las relaciones y el intercambio con una gran riqueza para todos.

Son buenos observatorios para comprobar aquello de “la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza”
(2 Co 8, 9).

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