Tribuna

Beatriz de los siete amores

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El amor es la altísima palabra que revela la naturaleza de Dios. Dios es Amor nos dice San Juan en sus cartas, pero también nos lo afirma el pensamiento espiritual de todos los tiempos.



De la amplia tradición mística cristiana florece una voz que nos sigue diciendo que, pese al tiempo transcurrido y los odios desbordados, la belleza de amor la hizo bella, la fuerza de amor la subyugó, la dulzura de amor la absorbió, la grandeza de amor la sumergió, la nobleza de amor la estrechó, la pureza de amor la atavió, la altura de amor la elevó y la unió a sí misma, hasta tal punto que, a partir de ese momento, la hizo toda amor y sólo amor para ejercer.

Me refiero a Beatriz de Nazaret (1200-1269), religiosa cisterciense nacida en Bélgica y cuyas palabras llegan todavía a orillas del siglo XXI por medio de sus siete modos de Amor.

Intentaré penetrar en la espesura de su visión del amor descrito por ella, puesto que estos son el resultado de su abandono ante los grandes misterios del amor divino y que, en su momento, significó una aventura peligrosa, ya que era la época de las polémicas surgidas en relación a la nueva espiritualidad femenina que despertaron en la joven religiosa un profundo miedo a la incomprensión, a la posible mala interpretación de sus escritos que formulaban con intrepidez nuevas ideas y, para colmo de males, expuestas en su lengua materna.

Las dos celdas

En sus palabras nos revela sus experiencias interiores en dos celdas que ella estableció en su corazón. Dos celdas distribuidas en un íntimo espacio superior de su corazón y en un espacio íntimo inferior de su corazón. Sin duda, no es necesario a traer a cuento la carga simbólica que representa el corazón para la imaginería mística cristiana. Sin embargo, en el corazón de Beatriz hay algo diferente. En la inferior, se encuentran distribuidos sus pecados y desidias y en la superior, todo lo bueno que había en ella por naturaleza o gracia. Con las rejas de sus celdas abiertas, se sumerge a estudiar el misterio de la Santísima Trinidad para hacer de su corazón, ahora sí, un jardín frondoso por donde pueda caminar descalzo nuevamente el Amor que superó la muerte en la Cruz.

De esa profunda experiencia que la vuelve una «loca de Dios», comienzan a desbordarse en ella y en el mundo los siete modos de amor, en cuya centralidad arde el deseo por medio del cual se desgranan todos los modos de amor que vienen de lo más alto y retornan de nuevo hasta lo más elevado. “Estos pues son los siete grados o estados de amor, siete en número, a través de los que ella mereció alcanzar a su amado, no a pasos regulares, sino ora caminando a pie, ora corriendo veloz, o incluso volando con ágiles alas. Y pasando por el exilio de esta vida mortal, aprehendió presencialmente el supremo e increado bien, que durante su vida sólo buscó como en un espejo y en un vago reflejo”.

Una flecha de amor

La iconografía nos muestra a Beatriz de Nazaret con su corazón atravesado por la flecha de Amor. Allí se nos desnuda para nuestra contemplación y reflexión toda la potencia de su experiencia de Dios. La flecha hiere su corazón con herida de fuego que arde perforando como espada, al igual que a María cuando presentaba a su Hijo, pero, en este caso, se trata de un fuego que no consume, sino que provoca una apertura profunda al mismo Amor que la hiere.

Esto nos debería recordar aquellos versos derramados sobre nosotros de San Juan de la Cruz en los cuales nos dice cómo tiernamente hiere la llama de amor viva que torna la muerte en vida y en cuyos resplandores las profundas cavernas del sentido, que estaba oscuro y ciego, con extraños primores calor y luz dan junto a su querido. Herida que vuelve caleidoscópica la experiencia del amor. De ese dinamismo caleidoscópico mana el don como fuente del deseo de Dios, por ello, su corazón no descansa ni deja jamás de buscar, reclamar, aprender, atrayendo hacia sí y guardando consigo cuanto pueda ayudarle a avanzar en el amor. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela