Navidad en La Habana

Vida Nueva estuvo en Cuba en momentos en que se anunciaba la visita del Papa a la isla. Era Navidad y, por tanto, el momento propicio para averiguar qué es lo que encontrará el pontífice catorce años después de la visita de Juan Pablo II al país de Fidel Castro.

El 24 de diciembre a las tres de la tarde la plazoleta al frente de la catedral de La Habana hervía de actividad y de ruido. Hacían una combinación endiablada la música de la Bodeguita de en medio, a escasos sesenta metros de la catedral, y el estruendo de alguna melodía caribe con que el restaurante de la esquina buscaba atraer comensales para su cena de navidad. Un hombre ofrecía un paseo en su coche de caballos por la Habana Vieja; otro proponía una cena navideña en otro restaurante; un artista callejero trazaba el perfil del turista en una cartulina; y un hombre de voz confidencial invitaba a un recorrido en su taxi por la Habana profunda “la que no le muestran a los turistas”. Y sentadas en la pura esquina, con turbantes y vestimenta blancas y una flor roja, de sonrisa misteriosa y halagadora, dos imponentes sacerdotisas de la santería frente a sus mesas cubiertas con manteles tejidos de hilo blanco, esperaban la clientela que en este día especial quería conocer su suerte.
Más saturnal que navidad, en Cuba se ha desdibujado el sentido religioso de la Navidad después de 54 años de una revolución que en sus primeros ímpetus decidió erradicar lo religioso. En el primer congreso del partido comunista cubano reunido en 1976, se propuso “erradicar las creencias religiosas por medio de la propaganda del materialismo científico”.
Desde entonces en las escuelas los niños de diez años aprendieron que “hace alrededor de 2000 años se difundieron rumores sobre la existencia de Cristo, supuestamente hijo de un dios, pero la Ciencia ha probado que Cristo nunca existió. Muchas gentes sin embargo, creyeron en las leyendas en las que se relataba sobre él”.

No se pensaba así cuando Fidel Castro fue a la escuela: “recuerdo que mis primeras cartas -tenía cinco años- las escribí a los reyes magos y les pedía de todo. El día cinco buscaba la hierba, la ponía con agua debajo de la cama. Como los reyes venían en camellos había que ponerles hierba y agua en un vaso debajo de la cama”. Son algunas de las imágenes navideñas que el líder cubano conserva todavía. A pesar de las campañas educativas para arrancar del alma de los cubanos el sentido religioso de la navidad, en 1990, por Radio Rebelde se escuchó, inesperadamente, la versión inglesa de Dulce Navidad. Cuatro días después la Asamblea Nacional del Poder Popular anunció una ley sobre la libertad de culto.
Son relaciones cambiantes, a veces de cal, otras veces de arena, que les han dado a los católicos en Cuba el carácter de “Iglesia replegada en una especie de exilio interior”, sentencian Fogel y Rosenthal en su libro-crónica “Final de Siglo en La Habana”. Según los dos periodistas, la Iglesia es “la única institución importante que escapa al control político” impuesto en la isla.
A la vez que afirma, perentorio, “el socialismo cubano no fusila curas”, Fidel se indigna en Belén, al visitar el antiguo colegio de jesuitas en donde se hizo bachiller, y encuentra la vieja capilla convertida en auditorio para actos académicos. Ordenó entonces que volviera a su apariencia de oratorio: bancas, altar, vitrales, silencio. Más aún: para los que asistieron en marzo de 1990 al palacio de los Congresos en Sao Paulo a la ceremonia ecuménica, fueron sorprendentes la presencia de Fidel Castro y su discurso. Cuentan los cronistas: “el episodio final en donde aparece en escena, de pie como los demás, las manos levantadas hacia el cielo y recitando el Padre Nuestro, seduce a todos los guerrilleros de Cristo”.
La pugna del líder cubano no es con Cristo, es con la Iglesia: “la Iglesia no era la Iglesia del pueblo; las parroquias estaban en los barrios de los ricos y cuando aquella gente trató de utilizar a la Iglesia como partido contra la revolución, surgieron los primeros conflictos”. Refiriéndose al cardenal Manuel Arteaga, agregaba Castro: “el arzobispo tenía excelentes relaciones oficiales con la dictadura de Batista”. Al resumir su actitud personal que es la misma de muchos de sus compatriotas, reflexiona: “no me quedé en la Iglesia, pero me quedé con los principios de Cristo”.
Son expresiones que explican por qué Cuba “es una isla eminente y secretamente religiosa”.
Es la frase de los dos periodistas franceses que me viene a la memoria cuando, al anochecer, regreso a la plazuela frente a la catedral, esa imponente construcción barroca del siglo XVIII que las cámaras de los turistas registran a todas horas. El panorama ha cambiado y en vez del agitado y ruidoso ambiente de la tarde, ahora encuentro un concurrido y ordenado restaurante al aire libre. Sobre toda la extensión de la plaza y con el severo fondo de la fachada de la catedral, han dispuesto decenas de mesas cubiertas con manteles blancos y decoradas con velas encendidas que parpadean entre el aire tibio de la noche. Por el medio de las mesas, van y vienen, diligentes y con eficiencia profesional, los meseros que sirven la cena de navidad a decenas de decenas de turistas que se sienten -y pagan por ello- protagonistas de una escena memorable. Celebran su navidad ante la soberbia estructura barroca de la catedral en penumbra y en una plazoleta cargada de historia. Las enormes puertas de madera decoradas con herrajes brillantes, están cerradas y todo, allá adentro, se adivina envuelto en sombras. Al lado del atrio, casi insignificante, un raquítico árbol de navidad se ilumina con luces de colores.
Esa penumbra y esas puertas cerradas me reviven la expresión sobre una Iglesia que actúa sin ruido, casi en secreto. Pero no se diferencian estos turistas que disfrutan su cena navideña ante una catedral de puertas cerradas, de los que en Colombia o en cualquiera de nuestros países, a estas horas viven la navidad como el día de los regalos y de la cena familiar. En cualquier lugar habría encontrado lo mismo: vendedores hiperactivos, meseros diligentes, cajeros de bancos y hasta taxistas disfrazados con el gorro rojo de bordes blancos y la ubicua presencia comercial de papá Noel. Pero aquí hay una diferencia: no escuchamos villancicos; la música de esta escena es suave y discreta, pero no navideña; hay luces de colores, pero como en la primera Navidad, María y José son unos desconocidos.
Hablo de esto en un restaurante con el chef que sirve a la mesa. Me pide que no le grabe, pero sus respuestas son francas: “Aquí puedes ser creyente pero pierdes derechos”. Lee mi perplejidad y agrega: “no puedes ser del partido comunista y eso te crea problemas en la universidad, discriminaciones para trabajar. Si eres un niño pionero, no puedes utilizar la ‘pañueleta’”. Ser creyente es dejar de ser fiable. Escucho, como en un eco, la voz de Fidel cuando le responde a Frei Betto que pregunta: “¿se admite la presencia de cristianos en el PCC?” Y él responde escueto: “Es cierto, no se admiten”.
Las consecuencias de no ser del partido las vivió Isabel: “me hubiera sido fácil dejar la Iglesia y convertirme en revolucionaria. Habría llegado a ser dirigente de la Federación, o hubiera hecho una carrera universitaria y hubiera tenido status dentro de la revolución. Pero ante mis dudas, me sentí atrapada por Jesucristo”.
Así, entre una educación que en nombre de la ciencia excluye a Cristo, una estructura que mira al creyente con sospecha y lo rechaza, y una ausencia pública de lo cristiano, es explicable esta navidad que veo reducida a una brillante cena de navidad servida bajo las estrellas.
Pero los hechos sucedieron con una admirable semejanza con los de aquella primera navidad. El peso y desaliento de aquellas sombras y de aquel silencio desaparecieron cuando a las 11.15 se iluminó el vitral de la fachada de la catedral; lució como una rosa de luz y casi enseguida, solemnes, lentas y chirriando sobre sus goznes, se abrieron las puertas de la catedral.
Aún trataba de distinguir el interior de la bella construcción cuando vi entrar la primera oleada. Esa es la palabra: oleada de personas que en la semioscuridad desfilaban como sombras para sumergirse en la débil claridad del templo. ¿Dónde estaban? me pregunté, porque hasta entonces solo veía en la plaza y en el frente de la catedral, a los comensales y a los músicos que tocaban sus instrumentos desde el atrio de piedra. ¿Esperaban en una calle lateral? ¿Se confundían con las sombras alrededor de la plaza? Tras los primeros, llegaron otros, tres, cuatro, nuevas oleadas que llenaron las bancas y los espacios libres de la catedral.
Cuando por fin, avanzando por entre aquel bosque humano, pude llegar a las cercanías del presbiterio, pude ver la cara de esa iglesia discreta y casi oculta de La Habana. Allí estaba a la espera de la Navidad. Lo que no sabían esos feligreses era que a esa hora estaban llegando a sus hogares la mayoría de los tres mil presos políticos excarcelados por mediación de la Iglesia.
Durante el gobierno desapareció esa festividad que luego se recuperó como resultado de las conversaciones del cardenal Ortega con Raúl Castro. Las estadísticas disponibles demuestran el efecto de la campaña de erradicación de lo religioso. De los 800 sacerdotes que había en 1959 quedaron 250 en 1990, la mitad de ellos, extranjeros; las 2000 religiosas de 1959 llegaron a ser solo 400; pero entre 1988 y 1989 los bautismos se triplicaron y fueron algo diferente de lo que Fidel recordaba: “los campesinos apreciaban mucho la cuestión del bautizo; era una ceremonia social de gran importancia”. Hoy los bautizados cubanos pueden decir como Isabel: “mi experiencia profunda de fe, es que Jesucristo constituye una realidad en mi vida y en la vida de muchos”.
Es lo que siento en la eucaristía presidida por el padre Antonio Bendito, un religioso dominico de 75 años, párroco de la iglesia de San Francisco de Paula en Trinidad. Ha reunido a los enfermos de su parroquia en una celebración tan simple, sincera y profunda como una cena de familia. Me habla de su ejercicio pastoral con un entusiasmo de recién ordenado. “Aquí hubo ateísmo militante hasta 1992, después comenzó el laicismo y hubo cambios después de la visita papal de 1998”.
Al lado de su iglesia hay una escuela:
-¿Tiene usted alguna ingerencia en ella? le pregunto.
– Ninguna, me dice sin quejarse. Mantiene la convicción de que algún día su parroquia y la Iglesia en Cuba podrán recuperar las escuelas y las universidades, cerradas para la religión “porque se habían convertido en focos contrarrevolucionarios”, explica Fidel, para quien la religión “no es opio ni remedio milagroso; puede ser lo uno o lo otro en la medida en que se utilice para defender a los explotadores o a los explotados”.
El canto de los villancicos cesó y el rumor de las conversaciones a media voz se interrumpió en la catedral, cuando sonó una campana y por la nave de la derecha apareció la cruz procesional. Detrás de ella los acólitos con sus túnicas blancas y los incensarios, los diáconos con sus estolas, dos obispos con sus mitras esplendorosas y, cerrando el cortejo, el cardenal Ortega, arzobispo de La Habana y Primado de Cuba. Pasaron por entre la fila que a lado y lado formaban los feligreses y entre los fogonazos de las cámaras digitales, cruzaron frente al pesebre en donde aún permanecía vacía la cuna y avanzaron por la nave central colmada de fieles que habían venido a celebrar el nacimiento de la vida nueva en el mundo.
Afuera habían comenzado a retirar las mesas de la cena. Sobre la plaza se esparcía, discreta, la luz que venía de la catedral iluminada.

Iglesia de Santa Ana, en Trinidad, destruida por un ciclón y no reconstruida

La Iglesia dejó de ser un poder en Cuba y se ha mantenido como un servicio. Así la recuerda el jefe guerrillero y comandante de la isla. Refiriéndose a los asesinatos de represión de Batista, Castro reconoce la acción del arzobispo de Santiago, monseñor Pérez Serantes: “intervino con fines humanitarios para salvar las vidas que pudiera de los sobrevivientes: por azar no los mataron, por la protesta de la opinión pública y por la acción del arzobispo que intervino y se hizo eco de la opinión pública”.
Algunos le atribuyen al arzobispo la salvación de Castro cuando estuvo a punto de ser fusilado por los soldados de Batista. Pero Castro tiene su versión en la que consideró decisiva la intervención de un teniente negro, Pedro Sarria que dijo y repitió: “las ideas no se matan”. Desde aquel momento la historia de la Iglesia en Cuba ha sido así, de un discreto servicio y de una obstinada permanencia.
Hoy en Cuba hay iglesias cuyas campanas despiertan en Navidad y los domingos, iglesias cerradas o convertidas en museos o en escuelas; iglesias destruidas por ciclones y que no fueron reconstruidas; pero a Dios se lo siente vivo y actuante desde esa pequeña grey que visitará Benedicto XVI este año y, más que todo, en ese cuidado por los niños y los ancianos que el gobierno alienta y que se ve por toda la isla; se lo siente en esa militante defensa de los derechos y de la dignidad de todos y en ese invariable reclamo de libertad.
Al padre Antonio le pregunto al final de una rápida entrevista: si usted tuviera delante a Castro para expresarle un deseo, ¿qué le diría?
Más libertad, me dice sin dudarlo. VNC

Entrevista con el cardenal Jaime Ortega

Estamos cerca de Navidad, en Cuba no se celebraba ¿cambió algo en después de la visita de Juan Pablo II?
Cardenal Ortega: Bueno sí, tantas cosas cambiaron después del viaje de Juan Pablo II. Por ejemplo el hecho que la Navidad ahora sea celebrada con una fiesta civil y día de asueto en que no se trabaja. Además se facilitó el ingreso de misioneros en Cuba, tanto civiles como religiosos, y hubo una verdadera renovación de la vida católica, de las comunidades. En la vida de la Iglesia en Cuba se ve que hay un antes y después de la visita del papa Juan Pablo II.
¿Benedicto XVI anunció su viaje a Cuba, pero quién lo ha invitado?
Cardenal Ortega: La invitación al actual pontífice fue hecha muy al inicio de su pontificado, y reiterada por el presidente Raúl Castro el mismo día en el que asumió como presidente la jefatura de la nación; en ese momento visitaba La Habana el cardenal Bertone, y le hizo la invitación muy cordial y cálida de venir a Cuba. Esto se vincula con el viaje de Juan Pablo II que dejó una nueva relación y el deseo de encontrarle nuevamente.
¿Qué es lo que la gente espera de este viaje de Benedicto XVI?
Cardenal Ortega: El pueblo deseó la visita de Juan Pablo II como una especie de gran bendición para todo el pueblo, para cada persona. Una vez que Juan Pablo II fue a Perú, dijo hablando un poco simpáticamente como solía hacerlo algunas veces, “creo que en Latinoamérica hay un octavo sacramento que es la bendición”. Nosotros ahora lo hemos experimentado increíblemente, se nos cansa el brazo derecho de tanto bendecir, son miles de personas.
Cuando el papa da esa bendición a la gente, le trae esa paz espiritual, de sentirse en las manos de Dios, eso es lo que la gente más busca. ¿Qué quieren que la Virgen les traiga? Paz responden y esa palabra significa muchas cosas.
¿O sea quieren la bendición del papa?
Cardenal Ortega: Inclusive en el contexto de esta gran peregrinación que ha servido de preparación para la visita del papa, la gente espera que su presencia sea como una gran culminación de la misma, como una continuación sobrenatural de la visita de la Virgen, y que lo ha mandado Dios para esto. La fe del pueblo nos deja a veces impactados, lo que los hombres de cualquier edad, jóvenes, mujeres y adultos, lo que la gente espera de nosotros y de la fe es que los llevemos al encuentro de lo sagrado, que le demos apertura como al infinito al eterno, que los saque de la situación en que la vida los envuelve con el trabajo o quehacer diario, o la preocupación del mañana y de los hijos.
Aunque existan ateos prácticos o ideológicos.
Cardenal Ortega: Me recordaba lo que el papa Benedicto XVI ha dicho recientemente, quizás en ocasión de uno de los encuentros que con mucho acierto han llamado “El Atrio de los Gentiles”, que yo encuentro fabulosas. Y dijo que hace falta que haya hombres que sean buscadores de Dios y una frase como “es preferible un buscador de Dios con seriedad que alguien que afirma que sí, que hay un Dios, pero vive de una manera indiferente y fría como si no lo hubiera”.
Creo que en el pueblo nuestro, esa búsqueda de lo sagrado de lo absoluto quizás el silencio sobre Dios, no el silencio de Dios, del que hablan los filósofos o teólogos, ese no mencionarlo, evitar frases como Si Dios quiere, etc., todo esto va produciendo la curiosa reacción.
¿Un efecto boomerang?
Cardenal Ortega: Como cuando en una casa ha muerto un señor que tenía un gran peso e influjo y no se le quiere mencionar. Y de pronto aquella ausencia hace más presente a la persona que ha desaparecido. Mientras que en el duelo, el dolor y las lágrimas uno hasta puede llegar a sonreír recordando los chistes que hacía la persona. En cambio la ausencia que no permite que se mencione, hace como que haya un reclamo que en el silencio, habla de Dios.
Espero que las sociedades occidentales aquejadas de esos vacíos, que en Cuba a veces sentimos, que a través de esos vacíos que pueden demorar más o menos en experimentarse, la gente pase por encima de viejos anticlericalismos, de las cosas superficiales pero que ocupan un primer plano, indebido a veces, o escándalos dolorosos que no son la esencia de nuestra fe cristiana. Entonces se podrá ir a lo esencial. Y el ser humano se encuentra consigo mismo cuando encuentra a Dios.
Sergio Mora

Texto: JAVIER DARÍO RESTREPO
Fotos: DANIEL CASTILLO

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