Lina Salas

La mujer, la pastora

Mirando el camino trasegado y con una risotada, recuerda que llegó sola, procedente del Líbano, Tolima, con faldas largas y mucha timidez a Bogotá. Sin ningún familiar que la acogiera, pero llena de determinación y fe, ingresó becada al Seminario de la Iglesia Presbiteriana. Aquel lugar fue su primera casa en la fría ciudad y los seminaristas su familia durante casi cinco años. En el mismo escenario académico, conoció a Pablo Noguera, compañero de seminario, quien sería más tarde el padre de sus dos hijos.

Tan pronto terminó sus estudios, Lina Salas viajó recién casada a Venezuela para acompañar a su esposo en una misión para la cual, él había sido llamado como pastor. Estuvo un año entre Mérida y Punto Fijo, en donde una circunstancia determinó la que sería en gran parte, su misión vocacional hasta ahora. Mientras Pablo, su esposo, se ocupaba de las almas de hombres y mujeres de la zona donde se ubicaron en Venezuela, una cantidad de niños quedaban física y literalmente  en el limbo. Esas pequeñas almas también deseaban saber más de Dios. Así fue como casi de la nada, Lina empezó a elaborar talleres, materiales, cartillas, manuales y todo tipo de herramientas que la imaginación le dio,  soportada por su inmensa fe y responsabilidad frente aquellos seres en formación. Confirmó desde ese momento que era mucho lo que faltaba por hacer en las edades más tempranas y trascendentales del ser humano. Sin embargo, como relata “hasta ese momento solo era la esposa del pastor y quería ser y hacer más por mí misma”. Una llamada desde el Consejo de la Iglesia Presbiteriana en Bogotá, advirtió de una vacante en Colombia, pero era para Pablo, quien respondió que volvería pero con la posibilidad de trabajo también para su mujer. Entonces fue cuando se le encargó a Lina una comunidad en formación de cincuenta personas, comunidad que se denominaría Esperanza. No obstante, el camino fue mucho más difícil y sorpresivo de lo esperado. Apareció el estigma de género y en el caso del grupo a su cargo, no serían los hombres quienes se opusieran a la dirección de Lina, sino sus propias congéneres. “Tuve problemas con las mujeres, no les gustaba mucho la figura femenina, esa fue una barrera fuerte, en ese momento no era reverenda, y cosa rara, fueron los hombres quienes me apoyaron mucho”. Pese a que su trabajo se vio torpedeado por las críticas, hasta en su forma de vestir, no se amilanó. “Trabajamos y trabajamos… mucho”. Aunque el origen de la oposición no eran más de dos mujeres, sí parecían una multitud según cuenta,  “era algo  amenazante para el grupo”. Con todo ello, el grupo salió adelante durante un tiempo y la oposición se fue. Lina seguía siendo candidata a pastora.

Las necesidades de la Iglesia Presbiteriana demandaron nuevamente su atención en la parte pedagógica, esta vez en el Centro de Formación Teológica y posteriormente en la coordinación de convivencia del Colegio Americano, propiedad de la misma iglesia. Esperanza, el grupo que había dejado atrás se renovó, producto de una nueva disidencia, la cual permitió que se depurara en una nueva semilla. “Como en toda organización con propiedades, puede haber gente que quiere otras cosas y pese a las mesas de trabajo y conciliación que hubo en su momento, buena parte de aquel grupo se fue, y los pocos que quedaron renacieron con gente nueva y ahí continúan”.

Las pruebas de su trabajo y alto compromiso con su iglesia, le permitieron alcanzar lo que siempre había deseado ser. En 1999 fue ordenada  pastora de la Iglesia Presbiteriana, aunque no es la única y tampoco la primera, sí es la que tiene a su cargo uno de los ministerios más delicados y honoríficos en opinión de cercanos y conocidos, la fe de personitas de tres años de edad en adelante. Es hoy capellana de preescolar y primaria del Colegio Americano en Bogotá y asesora eventualmente otros procesos en ese ámbito. Está divorciada de Pablo, pero concluye que su relación es mejor que nunca y comparten el desarrollo armónico de sus dos hijos, actualmente en la universidad. VNC

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