Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Un Adviento diferente para una Navidad novedosa


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El Adviento es ese tiempo pedagógico, educativo al que la Iglesia se consagra antes de la Pascua de Navidad. Quienes alguna vez lo han vivido, quedan enganchados a él de por vida. Ni velas, ni calendarios; se trata de germinar la esperanza para acoger una enorme sorpresa inimaginable. Tiene algo original y propio, que le da entidad por sí mismo. Es el Dios que se revela en la historia.



En las planificaciones de nuestra Navidad de este año, marcado por la pandemia y con restricciones, convendría recordar el aforo reducido en el que se encontraron María y José. Migrantes ubicados en un lugar apartado, con una ventilación más que importante. Lo suyo fue, desde el inicio de su vida familiar, la intemperie. Faltos de reconocimiento, acogiendo a Dios cuando toda apariencia mostraba lo contrario.

Revelarse

Antes de esto fue Dios contándose poco a poco en la historia. Decimos revelarse a esta dinámica. Revelación es una palabra que porta dentro de sí movimiento: lo que estaba escondido y no podía ser siquiera buscable, que no podía ser reconocido siquiera, se muestra, para volver luego a lo que es. La revelación de Dios no pone a Dios al descubierto totalmente al modo humano, sino que le pone al descubierto como Dios en su misterio y grandeza. El relato de la anunciación a María termina con un “Y se retiró de ella”, que siempre he pensado que es el culmen de la Revelación. El Dios que se muestra fuera de toda posesión, que muestra de vuelta a sí detrás de su Palabra, el camino por el que poder encontrarlo. Como Padre, que sabe alejarse para dar espacio sin desentenderse, vinculado para siempre en vocación y misión.

A mis alumnos les cuento que es lo mismo que cuando conocemos algo esencial de una persona, que lo único que podemos decir a partir de ese momento es eso y que deberíamos seguir profundizando en ella. Porque revelación nada tiene que ver con posesión, sino con apertura de un diálogo que requiere continuidad.

Por eso decimos que Dios se muestra en la historia. Porque no es una piedra preciosa que podemos colgar del cuello, ni manejar desde el bolsillo. Por eso la revelación no se da a una persona, sino a una comunidad que puede dialogar entre sí y con Dios. Por eso la revelación es más el encuentro con el Dios vivo y verdadero que “verdad dogmática pretenciosamente absoluta”. Es más, en la revelación de Dios, con toda su verdad, el creyente reconoce la bondad y grandeza de Dios que se hace pequeño y audible como primer paso. No hay mucho más en el creyente que eso, no hay mucho que el toque y lo que la provocación que esa Bondad y Vida han despertado. A unos los lleva por un lado, a otros por otro. Pero es indiscutible cuanto de personal tiene.

Cuidado, por tanto, en este Adviento coger y leer Isaías sin Jesús y Jesús sin Isaías. Isaías sin Jesús es un momento de la historia y no se verá su hondura, ni relevancia. Quizá solo su poesía bella y su mística social, pero lo que de Dios se ve allí no es todo. Y, a la vez, Jesús sin Isaías, es como palabra lanzada al aire sin raigambre, sin que se note la plenitud del cumplimiento de la promesa.

Creo que va de esto, de oler a una esperanza irreductible, difícil de explicar y que se ha sostenido en la desesperación. Confundir esperanza con pensamiento positivo o con optimismo, es una reducción empobrecedora del mensaje. Suelo definir esperanza como las ganas de vivir. Quien ha vivido lo contrario, sabe de qué hablo. Por eso se vincula con el horizonte definitivo de la Vida más allá del cual no cabe ningún otro horizonte. Al menos desde la perspectiva de la persona que se sabe creatura.