Escuchar cómo un familiar se derrumbaba y prorrumpía en sollozos al otro lado de la línea se convirtió en frecuente. Era raro el día en que no había que transmitir un fallecimiento, un empeoramiento o la necesidad de un ingreso en la UCI.
Nada volvió a ser como antes: habíamos sabido qué significaba ejercer en condiciones extremas, nos quedaron cicatrices indelebles y supimos que solo podíamos confiar en nosotros mismos y nuestros conocimientos, dedicación y abnegación.
He olvidado los nombres, pero recuerdo muchos rostros de las decenas de enfermos que atendí, todos ellos solos y asustados. Quienes podían hablar por teléfono, tenían un cordón umbilical con el exterior, pero los muy ancianos se hallaban en soledad absoluta.
Las pandemias, junto a las guerras y las catástrofes naturales, son acontecimientos que comparten esta categoría de marcar la historia de personas y sociedades, pero mi generación nunca había vivido algo así, y ojalá no pasemos de nuevo por ello en nuestro periodo vital.
Es conveniente retomar ideas básicas, y la existencia de dos únicos absolutos es una de ellas. Pensar en quien nada posee, cuya preocupación cada mañana es qué comerá hoy, cómo se defenderá del frío o el calor, como evitará la muerte un día más.
Quizás se trate de un gigante con pies de barro. En no pocas ocasiones tengo esa impresión cuando abandono el hospital, para comenzar el trabajo a la mañana siguiente con una oración que me dé ánimos para ayudar a mis semejantes.
El problema condiciona que la igualdad de los españoles ante la ley no exista en el mundo sanitario, porque no dispone de la misma atención la persona que vive en el medio rural.
Es incomprensible e inaceptable que cada autonomía funcione con su propio sistema, incompatible con el resto, en general farragoso y cuajado de problemas y disfunciones.
Cuando visito a un paciente, lo primero que hago, tras presentarme, es preguntarle ¿cómo se encuentra? ¿qué tal está? Porque, más allá de resultados de análisis y radiografías, eso es lo importante: cómo se siente la persona.
Os agradezco la ilusión que creer en vosotros ha traído a mi vida desde que era niño. No la perdí al abandonar la niñez; solo maduró, siguió abierta a la gratuidad, la generosidad y la entrega.