¿Tolstói o Dostoievski?


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George Steiner, quizás el último gran humanista de la civilización europea, escogió esta pregunta como título de uno de sus ensayos. Certeramente, señaló que los dos escritores rusos representan el tercer momento estelar de la literatura occidental. El primero se produjo con la tragedia griega (Esquilo, Sófocles, Eurípides) y los diálogos de Platón. El segundo, con el teatro isabelino, al que le debemos la obra de Shakespeare. El tercero, con la literatura rusa de la segunda mitad del XIX, donde destacan Tolstói y Dostoievski. Tolstói se inscribe en la tradición épica, que comienza con Homero y Virgilio.



Dostoievski prolonga la mirada trágica de Edipo Rey, de Sófocles y El Rey Lear, de Shakespeare. Steiner se abstiene de tomar partido, pero se aprecia claramente que su escepticismo le sitúa lejos de las utopías terrenales de Tolstói y el fervor religioso de Dostoievski. Solo se siente identificado con el pesimismo del “hombre del subsuelo”. Descreído y fatalista, Steiner no alberga la esperanza de otra vida, pero sí coincidía con Dostoievski en su interpretación del devenir histórico como un proceso totalmente refractario a cualquier forma de paraíso.

Desde su punto de vista, el único consuelo del ser humano es la impasibilidad estoica, que le resguarda de esperanzas inciertas y poco realistas. En una entrevista que se publicó póstumamente por su voluntad, afirmó que no creía en la vida eterna y que no cambiaría de opinión a última hora movido por el miedo. Contradiciendo esta postura, comparó la existencia humana con la vigilia pascual, señalando que nuestra estructura antropológica es básicamente proyectiva. Vivimos a la espera de la plenitud, pensando en el mañana. No nos limitamos a habitar el instante. Nuestra mirada siempre va más allá.

Steiner vivió el conflicto entre la esperanza y el nihilismo que nos aflige desde el albor de la conciencia, descartando la adhesión a cualquier credo religioso, lo cual no le impidió escribir sobre Tolstói y Dostoievski, dos novelistas que abrigaban la convicción de que el tiempo fluye hacia un horizonte trascendente. Yo tampoco me siento capaz de pronunciarme a favor de uno frente a otro, pero creo que los dos nos proporcionan lecciones de gran valor moral. ¿Cuáles son?

Dostoievski, pedagogía de la esperanza

Dostoievski percibía la vida como un lance de la ruleta rusa. Su ludopatía, que le situó en tantas ocasiones al borde la ruina material y espiritual, le reveló que el ser humano vive expuesto al azar, pero siempre cabe la opción de huir de sus estragos, dejándose guiar por la providencia. La fe no es una forma de evadirse de los problemas del mundo, sino de afrontarlos con una perspectiva basada en la esperanza. Los intelectuales europeos alardean de su clarividencia, pero su escepticismo ha llevado a muchos a la desesperación, el cinismo y el desarraigo. En cambio, el pueblo ruso no se ha dejado arrastrar por esa calamidad.

Aunque carece de instrucción, posee una comprensión profunda de la existencia. Confía en Dios y practica la caridad de forma espontánea. Cuando Dostoievski se hallaba deportado en Siberia, estragado por el hambre y la miseria, una niña huérfana se apiadó de su desamparo, entregándole las pocas monedas que llevaba en el bolsillo. Ese gesto le ayudó a recuperar su determinación de sobrevivir y, sobre todo, restauró su confianza en la condición humana. Pensó que no era una casualidad que Jesús hubiera nacido en un hogar humilde, pues la sencillez y la virtud moran entre las pobres gentes. Dostoievski se oponía a que Rusia abriera sus fronteras a las ideas liberales Occidente. Pensaba que destruirían el espíritu de un pueblo que se había mantenido apegado a la tradición cristiana.

Devoto ortodoxo, sentía una especial aversión hacia la Iglesia católica, pues consideraba que había establecido una alianza mezquina con el poder político. Es una postura chocante, pues la iglesia ortodoxa mantenía estrechos lazos con el poder imperial de los zares. Dostoievski advirtió que el nihilismo –en su opinión, un brote del liberalismo- podría sumir a Europa en nuevas formas de tiranía. Al igual que Kafka, anticipó el fenómeno del totalitarismo. En Memorias del subsuelo, auguró un porvenir donde el individuo sería desposeído de su humanidad por una burocracia que ocultaría su rostro. Solo el cristianismo podía frenar esa catástrofe, alzando la voz para recordar el carácter sagrado de la vida humana.

Raskólnikov comete un crimen influido por las ideas nihilistas que desprecian las enseñanzas del Evangelio. “Si Dios no existe, todo está permitido”, sostiene Iván Karamazov. Es el argumento que asumirán los artífices de los genocidios del siglo XX. Sin embargo, Dios existe y no todo está permitido. No es una afirmación teórica, sino algo que se desprende de esa ley natural presente en todas las conciencias. Dostoievski no espera ser comprendido. Así como el Areópago se rio de san Pablo, el mundo moderno se burla del Evangelio. Vivimos en la época de Stavroguin, el joven nihilista que en Los demonios viola a una niña de once años.

En ese crimen espantoso, alienta el mismo fulgor demoníaco que inspiró la Shoah. Dostoievski creía que Rusia podría salvar a Europa del nihilismo. Casi ciento cincuenta años después de su muerte, esa esperanza ha perdido todo su sentido, pero no la idea de que el espíritu es el alimento de las naciones. El cristianismo no es una ideología, sino la esperanza que encendió en el ser humano la convicción de ser algo más que un parpadeo en una vasta oscuridad. Kierkegaard escribió: “Sin Dios, ¿qué podría ser la vida salvo desesperación?”.

Dostoievski apunta algo parecido en Los demonios: “Si al hombre se le priva de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá desesperado. Lo infinito y lo eterno le son tan necesarios como este pequeño planeta en que habita…”. En nuestros días, parece que ya no hay espacio para lo infinito y eterno, pero aún podemos encontrarlo en las novelas, diarios, relatos y artículos de Dostoievski. Su obra es una pedagogía de la esperanza que nos rescata de esa edad de la Nada donde ha quedado varada la humanidad tras las tempestades del siglo XX, pródigo en atrocidades.

Tolstói, un canto a la fraternidad

El conde Lev Tolstói pertenece a la tradición épica, pero su perspectiva no puede estar más alejada de Homero. Al estallar la guerra de Crimea, se presentó voluntario para participar en la defensa de Sebastopol. Destinado al Bastión IV, situado en primera línea de fuego y uno de los enclaves más peligrosos, escribió sus famosos Relatos de Sebastopol (1854), donde describe la guerra como un atentado contra la moral cristiana. A pesar de ser ascendido a teniente, Tolstói abandonó la carrera militar. Sentía nostalgia de la vida campesina y regreso a la finca familiar de Yásnaia Poliana, en la región de Tula, al sur de Moscú.

Quería formar una familia, mejorar las condiciones de vida de sus siervos y dedicarse a escribir. En 1857 viajó a París y presenció una ejecución pública. Horrorizado por el espectáculo, habitual en aquella época, prometió no servir jamás a ningún gobierno, pues opinaba que el orden social era profundamente injusto y arbitrario. Durante un año, recorrió Europa, estudiando el sistema educativo. En Bruselas se entrevistó con Proudhon. Volvió a Rusia en 1861, la fecha en que el zar abolió el régimen de servidumbre. Celebró la noticia y organizó una escuela para los hijos de sus trabajadores. Descartó los exámenes, los programas académicos y el principio de autoridad. El maestro debe acompañar, guiar, escuchar, no imponer.

La lectura de la Ilíada le inspiró un proyecto sumamente ambicioso: una novela sobre la guerra y la paz. La guerra siempre nace de la ambición de los poderosos. En cambio, el pueblo anhela la paz, la vida sencilla. Al igual que Dostoievski, Tolstói cree que la virtud reside en las personas humildes y no en la aristocracia o los intelectuales. No le interesa el progreso económico, sino el progreso moral. En 1869, acabó Guerra y paz, que incluye un epílogo con su filosofía de la historia. Son los pueblos y no los grandes hombres los que impulsan los cambios sociales. El pueblo no es una abstracción, sino un sujeto colectivo que con sus pequeños actos marca el rumbo de la historia. La necesidad condiciona la vida de los pueblos, pero el libre albedrío impide que todo sea un simple encadenamiento de causas mecánicas. Tolstói crea la novela intrahistórica, que sitúa en segundo plano a las grandes figuras como Julio César y Napoleón.

En Anna Karénina (1877), Tolstói completa su visión de la historia, mostrando las nefastas consecuencias de dejarse dominar por las pasiones. Sin embargo, se abstiene de formular juicios morales. Solo condena la hipocresía social, preocupada de las apariencias y sin un ápice de indulgencia hacia los errores ajenos. La sensibilidad de Tolstói es inequívocamente cristiana desde sus primeras páginas, pero con la edad la conciencia religiosa se radicaliza. Escribe una serie de ensayos muy críticos con la iglesia ortodoxa y, en general, con todas las iglesias que han institucionalizado el mensaje del Evangelio.

En 1894 aparece El Reino de Dios está en vosotros. Cristo pidió no oponer resistencia a los agravios, pero las iglesias han bendecido guerras e imperios. Su traición al Evangelio no da otra opción que alejarse de ellas. El mundo solo cambiará mediante la transformación interior de las conciencias. Hace falta una revolución espiritual, no política. Tolstói pide que olvidemos el dogmatismo eclesiástico y sigamos unas sencillas reglas de conducta: renunciar a la violencia en cualquier situación, combatir pacíficamente las injusticias, llevar una vida sencilla y ascética, observar una dieta vegetariana, no incurrir en la lujuria y abstenerse del alcohol y el tabaco.

En 1899, aparece Resurrección, la última de sus grandes novelas, donde muestra con crudeza los abusos infligidos al pueblo ruso por parte del clero y la nobleza. La iglesia ortodoxa lo excomulga y la policía lo vigila con especial celo, sobre todo después de sus protestas por las ejecuciones de los revolucionarios que conspiran contra el zar. Tolstói murió de neumonía en la estación ferroviaria de Astápovo. Tenía ochenta y dos años. Su intención era entregar a los pobres sus propiedades, pero su mujer, Sofía Bhers, no se lo permitió. Desengañado, abandonó Yásnaia Poliana con la intención de vivir como un campesino más. Mientras agonizaba rodeado de decenas de personas, murmuró: “Hay sobre la tierra millones de hombres que sufren: ¿por qué os preocupáis tanto de mí?”.

No voy a ocultar mi profunda simpatía por Tolstói. Creo que su filosofía moral es una valiosa aportación a la causa de un mundo más justo y compasivo. Su pacifismo no es una extravagancia, sino una meta irrenunciable. La guerra es el mal absoluto. Su solidaridad con los pobres y humillados no es menos necesaria, pues las desigualdades, a veces obscenas, persisten. Su amor a los animales anticipa la conciencia ecológica exaltada por el papa Francisco. El ser humano no es el señor de la naturaleza, sino su pastor y su obligación es cuidarla. A pesar de sus discrepancias, Dostoievski y Tolstói coinciden en lo esencial. En Los hermanos Karamazov, leemos: “Ama toda la creación de Dios, cada grano completo de arena de ella. Ama cada hoja, cada rayo de la luz de Dios. Ama los animales, ama a las plantas, ama todo. Si amas todo, perseverarás en el misterio divino de las cosas.

Una vez que lo percibas, comenzarás a comprender mejor cada día, y al final vendrás a amar el mundo entero con un amor que todo lo abarca”. No es necesario elegir entre Dostoievski y Tolstói. Ambos nos invitan a la fraternidad y la esperanza, subrayando que el cristianismo no es un vestigio del pasado, sino lo único que puede garantizar un porvenir a la humanidad. Leerlos puede precipitar esa revolución espiritual que ambos alentaron como la única vía fructífera hacia la fraternidad universal.