Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Sacudirse el polvo


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“Hay tanto polvo que ensucia el amor y desfigura la vida”, nos anunciaba el papa Francisco en la homilía del miércoles de ceniza del año pasado. Vivimos sumergidos en un momento cultural y mediático que invade con facilidad nuestro pensamiento –y por ende nuestra conciencia– y nos hace vulnerables a formas de pensar y de entender la existencia que nos alejan de lo que el Evangelio demanda de nosotros.



Jesús fue categórico al referirse a ese polvo que nos aleja de los demás y limita nuestra existencia, “si entráis en una ciudad y no os reciben, saliendo a sus plazas, decid: ‘hasta el polvo de vuestra ciudad, que se nos ha pegado a los pies, nos lo sacudimos sobre vosotros. De todos modos, sabed que el reino de Dios ha llegado’ (Lc 10,10-11)”.

En estas seguimos, conviviendo con los polvos de hoy y con los lodos que nos llegan de los polvos de ayer. Se nos ensucian las vestiduras con discursos políticos agresivos y polarizados, con argumentos legitimadores de intereses particulares, con propuestas éticas llenas de carga emocional o con invitaciones constantes a la autorreferencialidad. Ya hace tiempo que se enterraron los absolutos que sostenían nuestra manera de entender el mundo y las relaciones. Parece que Dios ya no existe ni como posibilidad, y que la idea de que el hombre es un ser de dignidad incuestionable no es más que un adorno en los discursos, como demuestran las cada vez mas grandes bolsas de pobreza en las ciudades, el incesante drama de la inmigración, las múltiples formas de esclavitud que perviven, o la frivolidad de los argumentos en cuestiones relativas al comienzo y al final de la vida. Convivimos con grandes dramas personales y colectivos que han sido fagocitados por una cosmovisión sin referentes, dramas personales y colectivos que, en muchas ocasiones, forman parte, sin más, del paisaje, pero frente a los cuales parece que no hay obligación de hacer nada. Menos mal que siguen existiendo hombres y mujeres llenos de misericordia que mantienen vivo el afán de hacer, de este mundo, un mundo más habitable para todos.

La verdad enterrada

En este ninguneo a los grandes referentes, como no podía ser de otra manera, quedó enterrada la verdad, y parece que decir lo uno, vale tanto como decir lo otro. “¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! Lo mismo un burro que un gran profesor”, que cantaría Santos Discépolo. Lo inesperado es que, junto a la verdad, quedó también enterrada la mentira y de esta manera desapareció la posibilidad de confrontar ideas desde la esencia de las cosas: cada vez es más difícil debatir y contraargumentar, pues cualquier argumento es plausible.

No podemos diluirnos en la cultura dominante de manera conformista, pero tampoco caigamos en la tentación de la trinchera. La invitación primera es la de llenarse de polvo, es la de vivir cerca de los problemas cotidianos de las gentes, es la de mirar con ojos de misericordia la realidad, es la de no hacer oídos sordos a la llamada del que llora, a la llamada del hambriento, a la llamada del pobre, y es la de trabajar, con limpieza de corazón, por un mundo justo y en paz. Véase Mateo 5 o Lucas 6.

Nos queda, por lo tanto, la tarea de discernir qué polvos debemos sacudirnos y con qué polvos debemos ensuciarnos; y, lo que aún es más importante, nos queda la tarea de “salir a las plazas y anunciar que el reino de Dios ha llegado y ofrecer una explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (1Pe 3,15), para abrir caminos de diálogo que den respuesta a las inquietudes fundamentales del hombre. Seguro que, esta manera de entender la pluralidad, propiciará el encuentro entre “gentiles y judíos” y nos permitirá sentar las bases de una sociedad fraterna.

Conviene “sacudirse el polvo”.