Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

¿Qué es la paz del Resucitado?


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Hace demasiado tiempo que suenan tambores de guerra en Europa, pero hay momentos en los que resuenan con más fuerza y se despiertan los temores, siempre latentes, a que estalle una tercera guerra mundial. No sé si es general o no, pero el otro día me preguntaron, como si yo estuviera en posesión de una bolita de cristal que me permita vislumbrar el futuro, si pensaba que las dimensiones internacionales que va adquiriendo la guerra en Oriente Próximo iba a culminar en algo así. Sea lo que sea, no estamos atravesando tiempos que podamos definir, precisamente, como pacíficos y tengo la sensación de que este ambiente bélico nos acompaña desde hace demasiado, por más que no siempre resulte evidente, y la crispación social se nos ha hecho compañera de camino, con el claro riesgo de que nos acostumbremos a su compañía.



Lc 24,36

En este tiempo pascual, no deja de llamarme la atención el saludo del Resucitado, que se empeña en desear la paz cuando se presenta en medio de la comunidad (Lc 24,36). Eso sí, tengo la intuición de que en el ámbito eclesial solemos confundir esa paz, que desea y regala el Señor, con negar la existencia de conflictos y pretender que estos queden resueltos con un “por la paz, un padrenuestro”. En el fondo tenemos la ingenua convicción de que esconder debajo de la alfombra los ‘dimes y diretes’ cotidianos, evitar llamar por su nombre aquello que está siendo problemático y negarnos a enfrentar con decisión los problemas nos hace más pacíficos y evangélicos, cuando, en realidad, lo que hace es soterrar las dificultades, tildar de pesimistas a los realistas y canonizar un modo de pasiva agresividad que no nos hace ningún bien.

Vista de Jerusalén desde el cementerio

En nuestro día a día también existen muchas opciones posibles entre los extremos de la amenaza real de una guerra abierta, que implique a demasiadas naciones y cuyas noticias nos abruman, y de esos conflictos acallados bajo capa de una paz que se parece demasiado a la de la ausencia de vida de los cementerios. La paz del Resucitado es un don, pero se nos convierte en tarea, por eso es probable que se asemeje a ese deseo y esfuerzo compartido por tantos de encontrar lugares de encuentro. Quizá eso de construir la paz, que nos permite reconocernos como hijos de Dios (cf. Mt 5,9), tenga que ver con buscar la verdad juntos y sin miedo, con decidirnos a cuidar del otro sin temer cuestionar lo propio y con reconocer con valentía aquello que no es como desearíamos que fuera, por más que nos avergüence o nos incomode. Es probable que las grandes potencias no se animen a recorrer esta senda, pero ¿y nosotros?