Pentecostés, la locura de la alegría en tiempos de pandemia


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En el libro de los Hechos de los Apóstoles se describe lo ocurrido el día de Pentecostés con palabras que conviene leer nuevamente: “Estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”.



El relato narra con imágenes impactantes un acontecimiento, lo que ocurrió en un momento, pero se trata de algo más, es también la expresión de una vivencia compartida por todos aquellos discípulos que se sienten invadidos por una fuerza que no pueden explicar.

El viento, el fuego, las lenguas que los extranjeros entienden cada uno en su idioma; todos los signos que se utilizan en esa narración expresan una experiencia profunda e imposible de transmitir con conceptos y discursos “racionales”. La única explicación posible que encuentran los discípulos es que el Espíritu de Jesús está en sus corazones y que es Cristo el que vive en ellos. Y esa experiencia se continúa a lo largo de todos los relatos que refieren aquellos primeros tiempos de la vida de la Iglesia y que luego se extenderá en la vida de una multitud personas y comunidades.

Más que expresar sus convicciones los discípulos transmiten su experiencia. Les pasan cosas que solo pueden decir de esa manera y a través de esas imágenes. Tienen una sensación difícil de traducir en palabras, se sienten más libres que antes, sienten que se ha cumplido en ellos lo que anunciaba Jesús: han nacido de nuevo, son nuevas criaturas. Intentan expresar como pueden lo que están viviendo. Se dan cuenta que sus palabras parecen la expresión de algo absurdo. Pablo lo dirá con todas las letras: él ha sido enviado “a predicar el Evangelio y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo” (1 Cor 1,17), pero se niega a racionalizar y buscar explicaciones sensatas para una sensación que arde en su cuerpo -como “una lengua de fuego”- y que no puede expresar en forma “razonable”. Es más, dice que si no lo expresa así estaría traicionando el “mensaje de la Cruz”. Ese mensaje que “es una locura … ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el hombre culto? ¿Dónde el razonador sutil de este mundo? ¿Acaso Dios no ha demostrado que la sabiduría del mundo es una necedad?” (1 Cor 1, 21-22).

Esa locura de la que habla Pablo es lo que esas comunidades están viviendo y proclamando, es más que una manera de pensar diferente de aquella otra que expresan los que consideran que Jesús está muerto, es más que una teoría más entre varias posibles, no es un debate intelectual. El conflicto se establece entre lo que piensan unos frente a lo que experimentan otros. Algunos no creen que Jesús esté vivo (se trata de una convicción que se apoya en un razonamiento lógico) y otros experimentan que sí lo está (aunque no encuentran razonamientos “sensatos” para expresarlo).

Pablo sabe que lo que dice suena a locura pero para él “la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres”, no puede decir otra cosa sin traicionar lo que él vive día a día y lo que otros viven con él de la misma manera. Ése es el fuego que ardía en ellos, ése es el fuerte viento que los impulsa a hablar de una forma que quienes escuchan se preguntan “¿cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?”. Todos los discursos resultan insuficientes para expresar el misterio del sepulcro vacío. Las palabras no alcanzan y sin embargo se entienden.

Balbuceando nuevos lenguajes

En algunos ámbitos eclesiales hoy se habla de la necesidad y la urgencia de construir nuevos lenguajes para comunicarnos mejor. Es una preocupación que nace al comprobar ese enorme espacio (¿abismo?) que en nuestro tiempo se abre entre los eclesiásticos y muchos hombres y mujeres de buena voluntad que no comprenden el mensaje que se proclama en las iglesias. Se trata, sin duda, de un noble propósito. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que los lenguajes no son solo verbales y racionales ni se pueden construir de un día para el otro.

Además no debería llamarnos la atención una Iglesia balbuceante, no se trata de una Iglesia insegura, al contrario, deberíamos estar perplejos ante una Iglesia con respuestas incuestionables para todo tiempo y lugar; es allí donde se esconden las inseguridades y los miedos. Desde hace dos mil años, la Iglesia aprende a hablar mientras camina. Desde entonces los discípulos de Jesús buscan a tientas las palabras más “razonables” y, como Pablo, expresan de la forma que pueden la “locura de la predicación”.

Al comienzo de su encíclica Laudato Si, el papa Francisco señala: “Las reflexiones teológicas o filosóficas sobre la situación de la humanidad y del mundo pueden sonar a mensaje repetido y abstracto si no se presentan nuevamente a partir de una confrontación con el contexto actual, en lo que tiene de inédito para la historia de la humanidad” (LS 17). Con estas palabras el Papa nos invita a hablar como habla Jesús. El Maestro siempre se refiere a la situación que las personas viven en ese momento, no elabora conceptos que sirvan para cualquier ocasión y todo tiempo; no es atemporal y teórico, sino concreto y comprometido con la realidad de cada presente. En ese compromiso con “lo que tiene de inédito” la vida misma, emerge aquello que confiere fuerza y trascendencia a sus enseñanzas.

Nuestras comunidades son las primeras comunidades cristianas que hacen presente a Jesús en un mundo globalizado, las primeras con internet, las primeras que se expresan en las redes sociales, las primeras en vivir en un planeta que además de estar perplejo ante una pandemia está en riesgo de colapsar; puede resultar muy larga la lista de las realidades “inéditas” entre las que transcurre hoy la vida de los cristianos. El mensaje que proclamamos será atractivo y eficaz en la medida que seamos capaces de poner en contacto el Evangelio de siempre con la situación de hoy, en la medida en la que seamos creativos y capaces de reinventar “la locura de la predicación”. Se nos convoca a escuchar junto a María “un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento”, a vivir un nuevo Pentecostés. Somos la primera comunidad cristiana que, en este año y en cada lugar, anuncia con gestos y palabras la alegría del Evangelio.