Los ídolos de nuestro tiempo


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Según María Zambrano, “una cultura depende de la calidad de sus dioses”. Desde muy temprano, el hombre ha presupuesto que la naturaleza no agotaba la totalidad de lo existente. Más allá de las apariencias, comenzaba lo sagrado, origen y sostén del mundo empírico. Las primeras representaciones de lo divino fueron meras proyecciones de la experiencia humana. Los dioses incurrían en toda clase de flaquezas y abominaciones: adulterio, robo, secuestro, asesinato, parricidio. Jenófanes de Colofón se rió de esta caracterización de lo sagrado, afirmando que si los caballos o los bueyes pensaran, atribuirían a los dioses crines, cuernos y pezuñas, pero en ningún caso negó que existiera lo sobrenatural, como a veces se ha interpretado. Con el platonismo, que asimiló las enseñanzas órficas y pitagóricas, la idea de lo sagrado adquirió un planteamiento más elaborado. Se identificó lo divino con el Bien y la Belleza, pero el concepto de Dios quedó sumido en lo impreciso. Mitad demiurgo, mitad abstracción, su poder era limitado y sus intenciones, ambiguas. Aristóteles prosiguió la labor de pensar lo sagrado desde una perspectiva filosófica, pero su conclusión fue desalentadora. Desde su punto de vista, Dios no es una persona, sino el Primer Motor Inmóvil. Su perfección ejerce una fuerza magnética que explica el movimiento de los planetas, pero ni ha creado el cosmos ni lo ama. El Dios aristotélico solo desarrolla una actividad: pensar en sí mismo.



El ser humano apenas podía hallar consuelo en los dioses del paganismo. Arbitrarios, distantes o indiferentes, no le proporcionaban esa experiencia de comunión que solo acontece cuando median los afectos. La idea de que Dios pudiera amar al hombre le parecía absurda a Aristóteles, pues opinaba que el amor es algo solo surge entre iguales. Además, negaba la inmortalidad del alma. Platón sí creía en la inmortalidad del alma, pero no de la persona como totalidad, pues –en su opinión– el cuerpo solo era un envoltorio deleznable y efímero. La mayoría de los griegos se sentían como Aquiles en el reino de Hades: desdichados e impotentes. Sus filósofos y poetas solo les auguraban una existencia espectral después de la muerte. O quizás nada. La supuesta inmortalidad del alma de la que hablaban Sócrates y Platón suscitaba escepticismo e incredulidad. Podemos decir que la civilización griega no resolvió el problema de la angustia existencial. La fragilidad de la vida es uno de los temas recurrentes de la tragedia y la poesía.

Con el cristianismo, todo cambió. Dios se puso en contacto con el mundo. Creador y Padre, adoptó incluso un rostro –el de Jesús de Nazaret– y reveló que era esencialmente Amor gratuito e incondicional. Dios se convirtió en interlocutor del hombre. Ya no era algo lejano, sino alguien a quién se podía interpelar, al que cabía rezar y del que se esperaba algún tipo de señal. El Dios cristiano se encarnó, caminó entre los hombres, conoció el sufrimiento y la muerte, y resucitó con la promesa de restituir la vida a todos los difuntos. El viaje del ser humano hacia la insignificancia había acabado. El genio del cristianismo consistió en anunciar la resurrección del cuerpo y el alma. Parece una promesa poco realista, pero no se trata de una concesión a la fantasía, sino del reconocimiento de la importancia de cada individuo. El cristianismo es un humanismo radical. Cree que cada vida posee una dignidad infinita y merece perdurar.

Marx, Nietzsche y Freud intentaron matar al Dios cristiano y, en buena medida, lo consiguieron. Desde finales del XIX, el cielo –metafóricamente hablando- parece un lugar deshabitado. Sin embargo, eso no significa que lo divino haya desaparecido. Simplemente, ha bajado a la Tierra con forma de ídolo. Tiene varios nombres: Revolución, Superhombre, Eros. Y ha concitado un auténtico fervor religioso, si bien en cada caso su suerte ha sido distinta. El ídolo de la Revolución no ha desaparecido, pero goza de mala salud. Su culto ya no concita muchos fieles. En cambio, el ídolo del Superhombre ha cosechado más éxito. El ser humano transformado en divino sitúa al Yo en el centro de la vida y sociedad. Cada conciencia puede legislar, estableciendo qué es el bien y qué es el mal, sin otro límite que su capacidad de imponer su voluntad. La autonomía sin restricciones se vende como una conquista, pero en realidad es una horrible servidumbre. El nuevo amo se llama ambición de poder y es insaciable. Ha sido la causa de las peores tragedias del siglo XX. El Führerprinzip, según el cual la voluntad del jefe o líder carismático posee rango de ley, fue el eje del régimen nazi. El grotesco culto a Hitler es una parodia de la adoración a Dios.

María Zambrano y la Nada

En cuanto al Eros, Freud lo concibió como una fuerza desordenada que era necesario educar y canalizar, pero la posteridad la transformó en un ídolo voraz e ingobernable. Desde muy antiguo, se sabe que Eros puede ser el peor tirano. Disfrazado de libertad, ahora ostenta un cetro que ejerce un efecto hipnotizador. María Zambrano apuntó que la Nada es el último ídolo. Cada vez está más arraigada la idea de que procedemos del azar ciego y nos espera la oscuridad. Todo está abocado a la destrucción, salvo la Nada, que parece el alfa y omega del universo. Cuestionar ese dogma provoca el desdén de la ciencia y la filosofía, que se han encontrado en el nihilismo, augurando que el universo avanza hacia la muerte térmica. Los ídolos de nuestro tiempo nos han llevado a un callejón sin salida. El horizonte que nos dibujan es una mezcla de violencia, pasiones ciegas y desolación. Dentro de esa perspectiva, solo somos briznas del devenir evolutivo sin otro futuro que la extinción.

Maria Zambrano

Si es cierto que una cultura depende de la calidad de sus dioses, como decía María Zambrano, creo que deberíamos rescatar a ese Dios cristiano al que tantos han intentado matar. ¿Por qué suscita tanto rechazo? Creo que una de las razones es la tendencia a confundirlo con un objeto del mundo. Son muchos los que se quejan de su silencio. Muchas veces se ha deplorado su ausencia en Auschwitz o el Gulag, ignorando que su intervención directa es incompatible con su trascendencia. Dios no pertenece al orden de los seres. No es un ente que se pueda medir o pesar. Solo es accesible como signo, huella. Cuando Edith Stein descarta huir de los nazis porque considera que –como carmelita descalza de origen judío– debe dar testimonio de su fe y solidarizarse con su pueblo, abre un espacio a la manifestación de lo divino, que gracias a ella se muestra como amor ilimitado. Podemos decir lo mismo del gesto de Maximiliano Kolbe, ofreciéndose a ocupar el lugar de otro preso para librarlo de la muerte. El ateísmo pide a Dios algo imposible: que circule por el mundo como si fuera un ser humano más. Se caricaturiza a los cristianos por representar a Dios como un anciano venerable, pero en el fondo el ateísmo no le perdona que no sea así, un poder visible y efectivo que interviene en la historia como un relojero o un taumaturgo. Dios es mucho más que eso. No cabe en un concepto ni puede reducirse a una representación. Dios es siempre lo mayor, lo que está más allá de la materia, el tiempo y el espacio. La muerte de Dios es una farsa. Si Dios pudiera morir y desaparecer, no sería Dios. Pasó por la muerte para derrotarla, pero no sucumbió a ella. La supuesta muerte de Dios no es más que la muerte de una idea que apenas expresa lo que Dios realmente es.

Cuando el ser humano olvida a Dios, suele quedar a merced de los ídolos. Sería un error intentar volver a ese dios que Nietzsche quiso matar, una caricatura de la trascendencia, pero creo que necesitamos a Dios, al ser mayor que el cual no cabe pensar otro, para preservar nuestra humanidad. Edith Stein o Maximiliano Kolbe no se encogieron ante el mal. Gracias a la fe, conservaron su libertad interior y obraron conforme a su conciencia, asumiendo el martirio. Sus verdugos, esclavizados por el ídolo del Poder, actuaron como autómatas. ¿Quién ha quedado en el territorio de la vida, el único que da frutos? Sin duda, Stein y Kolbe, que no se dejaron seducir por ídolos, pues prefirieron ser fieles a Dios. A los ídolos les estorba el ser humano. En cambio, Dios nunca se cansa de buscarnos.