En mi camino hacia el hospital


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Como para muchas otras personas, mi puesto de trabajo queda lejos de mi lugar de residencia, de modo que empleo una hora de ida y otra de vuelta. Es posible que esto cambie en breve, pero, por el momento, viajar ha sido mi realidad durante los cuatro últimos años. Como no tengo combinaciones con transporte público, si quiero cumplir los horarios (la puntualidad es para mí algo importante), tengo que viajar en coche. Esto supone gastos elevados en combustible, mantenimiento del vehículo, riesgo y tiempo.



Mi viaje de la mañana comienza muy temprano, allá a las seis y media, todavía oscuro durante gran parte del año. Escucho la radio, pienso en las tareas del día, y rezo, sobre todo esto último. Pido por mi familia y por todos mis seres queridos, por los enfermos a quienes voy a atender, por las personas que se cruzarán en mi camino. Escuchando la realidad nacional y de nuestro mundo, pido por nuestro país. Como, por lo general, escucho malas noticias y peores realidades, privilegio Radio María. A las seis y media, transmiten el rosario, y acompaño las letanías mientras me alejo de Zaragoza; llegando a Navarra, las oraciones del día y la vida del santo correspondiente; mientras me acerco al hospital, el Evangelio.

Vulnerabilidad

Mi edad hace que las enfermedades de mis pacientes me recuerden mi propia vulnerabilidad, y soy consciente de que mi tiempo profesional se acerca a su final. También me permite empatizar con pacientes y familiares, comprender mejor las frustraciones y alteraciones que la enfermedad grave introduce en sus vidas. He sufrido bastantes pérdidas propias como para poder entender las de otros.

Conduzco con el respeto que proviene de haber visto las consecuencias de los accidentes de tráfico, sobre todo en mis años en el hospital de parapléjicos de Toledo, cuidando personas que, en un segundo, habían visto su vida trastocada de forma definitiva. Me impresiona y asusta la falta de cuidado de muchos, los riesgos innecesarios que nos imponen a los otros conductores con maniobras irrespetuosas y alocadas. Soy consciente a diario del peligro que supone viajar en coche, pero, por el momento, no tengo otro remedio.

Médico general

Una gran ventaja

La vuelta no suele ser muy productiva; solo quiero llegar, y suspiro aliviado cuando aparco el coche en el garaje, hasta el día siguiente. Los viernes, hasta la mañana del lunes. Es tiempo de escuchar noticias deportivas, inevitables a esa hora en casi todas las cadenas; quizás algo de música. Procuro tomarme los ocasionales atascos y retrasos con paciencia, pues no suele esperarme nadie y es raro tener algún compromiso a primera hora de la tarde. Es una gran ventaja no tener prisa; evita nerviosismos y apresuramientos, malos consejeros a la hora de conducir.

No suelo sentirme solo. La oración hace que me sienta acompañado dentro de la soledad del habitáculo, y pensar en las tareas clínicas del día me otorga un propósito: me pregunto cómo encontraré a tal o cual enfermo, qué resultados arrojarán hoy sus análisis, qué hallazgos o sorpresas ofrecerá el TAC que se realizó, qué respuesta habrá habido al cambio de antibiótico.

Un privilegiado

Y, así, día a día y semana tras semana, se sucede la vida de un médico hospitalario que viaja hacia su trabajo. Muchas veces me siento un privilegiado no solo por el hecho de tener un trabajo seguro –millones de compatriotas no lo tienen–, sino porque sea en el mundo de la medicina: cuidar de personas enfermas me hace agradecer mi propia salud y llena de sentido el esfuerzo del desplazamiento y las mezquindades y sinsabores de la vida diaria en un hospital, que también las hay.

Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos y por este país.