Elogio de la equidistancia


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Un columnista de cuyo nombre no quiero acordarme publicó hace un tiempo un artículo que condenaba la equidistancia, alegando que vivir es tomar partido. La equidistancia es un término geométrico. Señala la igualdad de distancia entre varios puntos u objetos. Trasladada al ámbito moral y político, se identifica con ese centro que ha suscitado las iras de todos los que reivindican una ideología reacia a tolerar la presencia de ideas diferentes. Circula por las redes una viñeta infame donde una manifestación del movimiento por los derechos civiles sufre el boicot de un grupo de supremacistas blancos. En medio, un hombre alza una pancarta proclamándose equidistante. Es una burda manera de descalificar una idea, simplificándola hasta convertirla en una obscenidad. En moral y política, la equidistancia no equivale a no tomar partido, sino a buscar ese justo medio que Aristóteles identificó con la virtud. Evidentemente, no hay un justo medio entre el racismo y la igualdad de todas las personas con independencia de su etnia, pero en un mundo cada vez más polarizado por el populismo de izquierdas y derechas, sí es necesario buscar un justo medio que no debe confundirse con una medida impersonal. Aristóteles no invita a la mediocridad moral, pues como explica “lo que es un medio desde el punto de vista de la esencia, es una cima desde el punto de vista de la excelencia”. Lo que caracteriza al equidistante no es la cobardía, sino la voluntad de crear un espacio de encuentro y diálogo. Evidentemente, las distintas formas de totalitarismo no pueden concurrir en este ámbito. Fascismo y comunismo, como advirtió Hannah Arendt, comparten una perspectiva común: silenciar al adversario, privándole de la libertad o la vida.



Los intentos de crear opciones políticas de orientación cristiana no han salido demasiado bien en algunos países, quizás porque la esencia de la política es alinear y confrontar, y el mensaje evangélico busca integrar y conciliar. No se puede hablar de un fracaso histórico absoluto, pues la democracia cristiana alemana goza de buena salud, pero los fiascos que –por ejemplo- se han producido en España e Italia cuando se han intentado crear partidos basados en la Doctrina Social de la Iglesia, invitan a la cautela. Con independencia de los hechos, los partidos o movimientos políticos que reivindican la herencia cristiana caen en la incoherencia si se instalan en los extremos, pues la ética del Evangelio pide que amemos al enemigo. Podemos discrepar, discutir, cuestionar, pero no odiar. ¿Se puede decir que Cristo fue equidistante? Si por equidistante se entiende acomodaticio o indiferente al dolor ajeno, podemos responder que no. De hecho, fue muy beligerante contra la hipocresía, la insolidaridad y el dogmatismo. Sin embargo, si concebimos equidistante con dialogante, debemos reconocer que sí cultivó esa actitud, acercándose a los samaritanos, los cananeos, las mujeres e incluso los romanos, todos ellos menospreciados por el judaísmo. En la misma línea, San Pablo eliminó la distinción entre judíos y gentiles, amos y esclavos, hombres y mujeres, convocando a todos los pueblos para convivir fraternalmente bajo la fe en Cristo.

Moderación o prudencia

No me gusta la palabra equidistante. Yo más bien hablaría de moderación o prudencia. La prudencia o frónesis es el eje de la ética aristotélica. Frente a la hybris o desmesura, aboga por una sabiduría práctica que nos permita hallar el justo medio en cada situación. Cada circunstancia exige una interpretación flexible, capaz de generar entendimiento. Evidentemente, esta forma de proceder está sujeta a la elección de buenos fines sin los cuales no es posible una vida digna y plena. No hay nada que dialogar con los que utilizan la violencia para segregar, intimidar o acallar. Frente al terrorismo o el totalitarismo, solo cabe resistir. Es lo que hicieron Simone Weil, Sophie Scholl y Dietrich Bonhoeffer. Los equidistantes no son el peso muerto de la historia, sino el aire saludable que disipa la atmósfera enrarecida por el odio. Frente a la barbarie de los hunos y los hotros, buscan la concordia, ese espíritu que hace posible convivir con el diferente o discrepante. No intentan imponer su verdad moral con argucias, ni explotan las mentiras para igualar a víctimas y verdugos. No pretenden estar por encima del griterío ni esconden su malicia debajo de una solemnidad pomposa. No son arribistas ni insensibles. No tienen “mala baba” –ese es un defecto que salpica más bien a los “partisanos”, francotiradores de telarañas ideológicas-, ni eluden el compromiso. Simplemente, se niegan a solidarizarse con ninguna forma de violencia, tal como hizo Manuel Chaves Nogales, que condenó con el mismo vigor los crímenes de los militares sublevados y los de las milicias revolucionarias. Durante la Guerra Civil española, se mató con la misma saña en las dos retaguardias. Después, se honró a las víctimas del “terror rojo”, mientras las víctimas del “terror azul” caían en el olvido. Ahora se pretende hacer invisibles a las primeras y exaltar a las segundas. Las víctimas de la represión franquista que aún permanecen cunetas y fosas merecen ser exhumadas y tratadas con la máxima dignidad, pero no al precio de falsificar la historia. En la España del 36, solo una minoría irrelevante luchó por la democracia. Los generales desleales pretendían implantar una dictadura, cosa que consiguieron, y las principales fuerzas de la izquierda, controladas por los sectores más radicales, anhelaban una revolución. El reformismo solo concitaba desprecio. Imagino que los enemigos de la equidistancia, abogarían por ignorar los crímenes del propio bando, pues lo esencial era conseguir la victoria a cualquier precio.

Clara Campoamor

Clara Campoamor

Figuras como Julián Besteiro, Chaves Nogales, Clara Campoamor o Julián Marías, encarnan esa equidistancia que ahora tanto se critica. Incomprendidos, marginados o represaliados, no se resignaron a que España se instalara en el odio. Hoy en día, siguen sufriendo el desdén de los que prefieren abrazar un radicalismo estéril, incapaces de soportar la cercanía de los que no comparten sus ideas. El populismo nacido de la crisis de 2008 y alentado por las redes sociales ha rescatado las viejas ideologías que ensangrentaron el siglo XX: nacionalismo, comunismo, fascismo. Sus banderas han despertado el fervor de los más jóvenes. Yo no soy joven, pero afortunadamente no he conocido la guerra. No creo que estemos al borde de una, pero sí se ha deteriorado la convivencia. Ya no se aprecia la moderación, sino la vehemencia Por eso, creo que es necesaria esa equidistancia de la que hablaba Aristóteles, esa voluntad de hallar el justo medio para evitar los extremismos. Las palabras no son importantes, pero sí resultan reveladoras. Todos los que atacan la equidistancia suelen hacerlo desde la intransigencia y la autocomplacencia. Repito que no me gusta el término equidistante, pues hay que ser beligerante en la lucha por la libertad y la dignidad, pero lo que está en juego no es un asunto de precisión filológica o conceptual, sino la voluntad de convivir pacíficamente, escuchando y negociando, o la pretensión de dinamitar el “sistema” con el propósito de implantar lúgubres utopías.