Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

El corazón de San Pedro


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Antes de volver de Roma he tenido la oportunidad de visitar la necrópolis que está debajo de la Basílica de San Pedro. Disfruté mucho de poder entrar por una estrecha galería subterránea, ver enterramientos romanos y hacerme una idea de cómo se ha continuado, a lo largo de los siglos, el culto sobre los restos de un galileo, llamado Pedro y que fue sepultado como pobre entre pobres. Paradójicamente, aquello que otorga el valor simbólico que para los católicos tiene esta Basílica vaticana no es la concentración de arte que alberga, su majestuosidad o el hecho de que el Papa esté por ahí. Lo que da el verdadero sentido y valor a esa construcción inmensa de la plaza San Pedro son esos apenas cuarenta por ciento de restos humanos, los de Pedro, que, ajenos a la mirada de tantos, permanecen escondidos en las entrañas de la tierra.



San Pedro y nosotros

Después de la visita, al entrar en el impresionante templo que se levanta sobre la necrópolis, lleno de arte y belleza, me daba la sensación de que hay ciertas similitudes entre todos nosotros y ese santuario inmenso que embelesa a miles de personas cada día. Aquello que se ve, que se hace evidente para todos y que puede admirar o escandalizar a sus espectadores, esconde también una parte más oculta. No es tan accesible, visitable solo para una minoría, siempre menos vistosa y probablemente mucho más frágil, pero es ahí donde se concentra la esencia de quiénes somos. Es esa parte menos evidente, a la que accedemos solo en la medida en que nos dan paso, que puede producir algo de vértigo cuando entramos, que quizá nunca nos hubiéramos imaginado que estaba ahí y que nos permite entender e interpretar correctamente aquello que todos los demás ven.

De alguna manera, esa “necrópolis” que late bajo el templo de nuestras existencias es muy similar a lo que, en la antropología bíblica, se expresa con el término ‘corazón’. Nuestros deseos, nuestra voluntad, nuestra capacidad de decisión, nuestros afectos… todo eso que nos configura por dentro y nos hace ser quienes somos, aquello que late y se expresa en lo que hacemos y en cómo nos relacionamos con los demás, es el ‘corazón’. Por eso, el primero de todos los mandamientos no es otro que amar con todo el corazón a Quien es el Amor (cf. Dt 6,5). Celebrar, como hemos hecho hace poco, el corazón de Jesucristo es asomarnos, con asombro, a su esencia, esa desde la que bombea todo lo que le impulsa, lo que le da sentido y lo que le hace ser Quien es. Está claro que visitar cualquier “necrópolis”, la de Roma, la de quienes nos rodean, la nuestra misma y la de Jesús, es, sin duda, algo que vale la pena.