Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Despojarnos de los lenguajes formales


Compartir

Cada país tiene un modo peculiar de expresarse artísticamente y eso se nota mucho en el cine. De hecho, últimamente he visto un par de películas polacas y tienen elementos muy llamativos. No sé tanto del séptimo arte como para hacer un estudio detallado, pero en las que he visionado la Iglesia juega un papel social muy llamativo. La última ha sido ‘Corpus Christi’, un largometraje que estuvo nominado a la mejor película extranjera el pasado 2019. El protagonista es un joven que, tras salir de un centro de detención, se hace pasar por sacerdote en un pequeño pueblo. Él, que había querido entrar en el seminario, pero sus antecedentes penales se lo habían impedido, se encuentra al frente de una comunidad que aún mantiene abierta una herida sin sanar.



Dejo a los lectores que vean y opinen sobre la película, pero a mí hay dos cosas que me invitan a reflexionar. Por un lado, hay varias ocasiones en las que el rostro del falso sacerdote expresa el temor y la reverencia de quien hace algo que le desborda. Da esa sensación cuando se ve abocado a confesar, a dar una palabra de consuelo o en el momento en que eleva la forma eucarística. Me recordó ese poema de León Felipe que afirma que para enterrar a alguien vale cualquiera menos el enterrador, porque “el que no conoce el oficio, lo hace con respeto”. La costumbre nos puede hacer olvidar esa necesaria reverencia que expresa la cara del protagonismo. ¿Cuándo hemos perdido ese asombro admirado ante la realidad que nos supera? ¿Qué nos pasa cuando ya no “descalzamos” el corazón ante la verdad del otro, conscientes de que nos encontramos en “tierra sagrada” (cf. Ex 3,14)?

Conectar con la verdad

Hay otro elemento de la película que también me ha hecho pensar. Se trata de la forma en que el falso sacerdote se dirige a Dios, pues desborda una honestidad casi descarnada. Sus predicaciones y oraciones se alejan mucho del típico lenguaje religioso que todos esperan, empleando un discurso políticamente incorrecto que, si bien despierta la suspicacia de algunos feligreses más devotos, aviva la pasión y el entusiasmo de la mayoría de su auditorio. Al expresarse sin filtros y con una verdad arrolladora, sus palabras resuenan de modo distinto en quienes escuchan y les permite conectar con su propia verdad.

No puedo evitar recordar cómo el salmista vuelca el corazón ante su Señor con frases que chirrían nuestra sensibilidad, poniendo en Manos de Quien es justo y bueno sus deseos de, por ejemplo, estrellar a los hijos de los enemigos contra las rocas (cf. Sal 137,9). ¿Qué pasaría si nos despojáramos de los lenguajes formales y fuéramos sinceros con nosotros mismos y con Dios? Igual, como los feligreses de la película, descubriríamos que Él tiene algo que decir a nuestra vida.