Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Cerquísima


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Dentro del Adviento (como ocurre en Cuaresma) se nos propone un domingo para la alegría (‘gaudete’). Casi podría decirse que se nos ordena: “Estad siempre alegres” (1Ts 5,16). Es de esos imperativos que nunca me dejaron cómoda porque si estás alegre, no hay nada que mandar y si no lo estás, ¿cómo se puede ordenar que lo estés? Me deja la misma sensación que esas palabras cargadas de buena intención y poco seso: si pasas un momento de enfermedad, dolor o debilidad por cualquier motivo, alguien te dirá “tienes que ser fuerte… estate tranquila… arriba ese ánimo…”. O incluso eso de “sé feliz”.



Estos imperativos emocionales serían igual de forzados si se revisten de petición: quiéreme, quédate conmigo, cree en mí… Son una paradoja en sí mismos. Como dice la copla, “te quiero porque te quiero y en mi querer nadie manda, te quiero porque me sale de los reaños del alma”. A veces no mandamos ni nosotros mismos.

Una instancia de libertad

Sin embargo, sería muy mala noticia, que no tuviéramos nada que hacer ni decir sobre algo tan importante como son nuestras propias emociones y afectos. En esta unidad que somos cada persona se libran batallas, duelos, encuentros, victorias y fracasos. Pero sobre todo intentos, muchos intentos. A veces son las ideas y pensamientos quienes nos juegan malas pasadas; otras veces los recuerdos, las sensaciones, las relaciones… Y en todas ellas permanece una capacidad misteriosa, interior y oculta de poner orden y dirigir nuestra vida. Una instancia más allá de la pura razón o del mero sentimiento. Una instancia de libertad, de transparencia. Muchas veces la vivimos balbuceante aunque tengamos muchos años, mal respirando como un pececillo fuera del agua o un náufrago vencido por el mar. Pero sigue ahí. Está ahí. Y desde ahí, quizá, tiene tanto sentido que de vez en cuando alguien nos recuerde, nos pida o nos ordene lo que solo depende de nosotros mismos elegirlo.

No tendrá efecto que me pidas que te quiera si no te quiero, o que te cuide o que esté contigo… Tampoco tendrá efecto que se nos requiera imperativamente que tengamos esperanza, que estemos alegres, que no decaigamos… si no queremos hacerlo. Y habrá veces que, aun queriéndolo insistentemente, no seamos capaces de vivirlo. La buena noticia es que es posible, que no está lejos, que si realmente lo elegimos llegará. Pero hay que elegirlo y soportar el tiempo y el espacio de oscuridad y silencio, de vacío, de espera. Todo un adviento vital. Porque esa “instancia” interior que no sé bien cómo llamar, ese profundo y poderoso centro que a todos se nos ha regalado, es real. Y desde ahí sí podemos celebrar la alegría, estemos como estemos.

Creo que san Juan de la Cruz supo expresar esto mismo con tanta hondura que han sido muchos los que lo leen y se conmueven, aun sin creer en no. Porque la vivencia interior es universal:

“Que es cosa de grande contentamiento y alegría para ti ver que todo tu bien y esperanza está tan cerca de ti, que está en ti mismo (…) Grande contento es para el alma (para ti) entender que nunca Dios falta del alma (de ti) (…) ¿Qué más quieres y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca (…) Y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti. Sólo hay una cosa, que, aunque está dentro de ti, está escondido. Pero gran cosa es saber el lugar donde está escondido para buscarle allí con certeza” (‘Cántico espiritual’ B, canción 1, 7-8).