Rosa Ruiz
Teóloga y psicóloga

Arañando vida


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Cuando escribo esto celebro mi primer baño de sol de la temporada. Un sol calentito, amable, de esos que clarean el cielo y te permiten salir del agua y secarte sin toalla. Es raro, porque hace dos días estábamos con abrigo y, al parecer, mañana volverá el frío, parece ser… Por aquí está el tiempo un poco loco, dicen. Pero al menos hoy, hay sol y calienta.



Los cristianos acabamos de celebrar el Triduo Pascual, la Resurrección. Y durante 50 días intentamos prolongar esta alegría: para algunos quizá desbordante, para otros en forma de serenidad suave y algunos, en la pura fe, creyendo que es verdad que ha resucitado, aunque de momento no sientan muchos los efectos.

Se parece un poco al sol. Sale y vuelve a irse. No depende de nosotros. Sabemos que está, claro. El sol no se termina. Pero sus efectos no siempre son sensibles, no siempre nos llega el calorcito. Los efectos del Resucitado en cada cual son variados y múltiples, pero nunca de una vez para siempre. La experiencia es real, incontestable; sus efectos, no lo son tanto. Seguimos viviendo, volvemos a las tareas cotidianas, vienen de nuevo conflictos que nos tambalean y parecen querer quitarnos esa vida recibida.

Resurrección

Creer en la Resurrección, creer en la vida y sentirnos felices tiene mucho de don y bastante de elección propia. En las apariciones de los evangelios, el Resucitado se deja ver, se encuentra con sus discípulos y cada uno lo acoge como puede y sabe: en sus muertes, en sus tristezas, en sus dudas, en sus soledades. Y ahí resucitan; van siendo resucitados.

“Nos vemos en Galilea” (cf. Mt 28,10). La Galilea donde cada día hay que volver a apresar la luz de la resurrección y no dejar que se apague. Cada rayo de sol cuenta. Cada experiencia. Cada convicción. Cada esperanza. A nosotros nos toca arañar aunque solo sea un milímetro a la tiniebla. Porque sabemos que el sol se volverá a ocultar… y volverá a salir.

  • ¿Cómo estás?
  • Bien…. Regular… Mejor…

La respuesta depende en cierto sentido de cómo podamos ver lo que vivimos y, sobre todo, del balance que seamos capaces de hacer. De lo dispuestos que estemos a creer que es verdad, que la vida es más fuerte que la muerte, que está de nuestro lado, que antes o después la verdad sale a relucir. Como el sol. Y no es menos verdad cuando parece que nadie quiere verla. La verdad en relaciones, en procesos personales, en decisiones dolorosas, en finales imprevistos, en mentiras repetidas, en los nuevos comienzos.

Creer en la Resurrección tiene mucho de querer resucitar. De querer ver tanto bueno que nos visita. De querer quedarnos con el calor que se nos da. De levantarnos –eso significa también resucitar en griego- y caminar. Unas veces acogiendo a manos llenas la alegría, la felicidad, la paz, el reencuentro; otras veces, arañando apenas el poquito de felicidad que podamos. Pero siempre, ojalá, recordándonos unos a otros que es verdad: la muerte, en cualquiera de sus formas, no tiene la última palabra. Ni en la historia, ni en el mundo, ni en mi propia vida.