Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Aprendiendo a vivir bonito


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Querámoslo o no, cada uno de nosotros permanentemente se está comparando con los parámetros que tiene grabados en su cabeza como perfectos y también con lo que nos muestran los demás. Eso es natural; sin embargo, desde hace unos 100 años aproximadamente, a esta tendencia, propia de nuestra autoestima y autopercepción en constante construcción, se ha sumado una corriente muy preocupante que vamos a denominar “la cultura del déficit”.



“Tienes depresión”, “eres un irresponsable”, “tienes déficit atencional severo”, “nunca aprenderás”, “eres adicta”, “con tu cuerpo jamás podrás”… Son algunas de las frases que quizás más de alguna vez oímos o dijimos y resultaron un frenazo feroz al fluir natural de la vida, que siempre aspira y cree en la posibilidad. Según las investigaciones de la Universidad de Harvard, dentro de nosotros existe un 50% de fortaleza “genética” que nos empuja, nos mueve, nos hace creer, crecer y buscar cómo desplegarnos en plenitud. Junto a eso, hay un 10% que no controlamos y que depende de las circunstancias relacionales externas a nuestro querer y pensar. Sin embargo, hay un 40% que tiene que ver con nuestra convicción, pasión, coherencia, motivación y autoconfianza de que podemos salir delante de cualquier situación.

Cuando nos etiquetan

Pero qué pasa cuando “un experto” nos etiqueta, cuando una autoridad nos pone en un saco no deseado, cuando la misma ciencia nos diagnostica un sinfín de trastornos, enfermedades y problemas psicológicos y mentales personales o como sociedad. Es muy poco probable que nuestra psique tenga la fuerza para contrarrestar esta “información autorizada”, lo que rápidamente nos debilita, nos hace caer en la profecía auto cumplida y nos condiciona, dejando de desplegar todas las posibilidades y recursos que sí tenemos.

¿Cuál es el origen de la cultura del déficit? Según el psicólogo Kenneth Gergen, promotor del construccionismo social, al ser todos nosotros seres relacionales inmersos en una cultura en base a códigos de lenguaje, debemos tener una visión crítica con respecto al aporte y los enredos que ha introducido el trabajo de los profesionales de la salud mental. El tema radica en que es imposible llegar a acuerdos de lenguaje absolutamente nítidos y transferibles a otros con respecto a lo que sucede en nuestro “interior”. Cada persona es un mundo complejo, inédito, único y singular, por lo que cada referencia no es exacta y su contexto tiene demasiada relevancia.

amor

El lenguaje condiciona

Es por eso por lo que el lenguaje relacionado con el mundo psico-socio-espiritual será siempre complejo, referencial y nunca condicionante de una realidad. Si bien el poner nombres y “normalizar” el lenguaje psicológico en la sociedad, permitió que disminuyera la “demonización” de ciertas conductas y que aumentara la empatía y las perspectivas de mejora para algunos “pacientes”, también y no obstante lo anterior, por muchos años, los primeros que se dedicaron al estudio de la psique lo hicieron perpetuando su propia cultura del control, donde lo emocional era muchas veces irracional y propio de las mujeres, y por ende, cayeron en una mirada deficitaria y absoluta de los fenómenos que iban observando.

Así, sin darnos cuenta, por décadas nos fuimos empapando de una cultura deficitaria con cada vez más enfermedades y trastornos y, por ende, debilitando y generando estructuras de poder insanas de personas que definen a las demás como normales y anormales.

¿Cómo opera la cultura del déficit? Los conflictos emocionales y psíquicos son parte inherente a nuestro ser humano y que se explican por nuestra diversidad y complejidad relacional. Por lo mismo, no existe nadie que no tenga conflictos consigo mismo, con los demás y en especial con los vínculos más cercanos y significativos. El tema es que, desde que aparecieron los psiquiatras y psicólogos a inicios del siglo pasado, comenzó a gestarse entre ellos un grupo de individuos superiores que diagnosticaron a otros “inferiores” y con ciertos déficits, a quienes dieron programas de tratamientos, psicofármacos y muchas veces decretaron aislarlos de la sociedad y/o entrar en instituciones mentales. Con este modo de proceder se perdió de vista la mirada sistémica/orgánica de cada problema emocional y se dejó la “salvación y control” fuera de las propias personas que padecían dificultades.

Consecuencias de la cultura del déficit

Lamentablemente, al definirse “bandos” de sanos y enfermos, se produce una jerarquía social muy difícil de soslayar. En las mismas familias se empieza a tratar a algunos como si tuviesen “lepra” y se le restan así oportunidades y crecimiento. Así también los “sanos” se comienzan a creer dueños de la verdad, sin dejar espacios a los propios cuestionamientos, reflexiones o aprendizajes a partir de la propia persona. De este modo, la cultura del déficit produce la fragmentación comunitaria; solo se culpa a la persona y no se ve la responsabilidad de todo el sistema social que “produce” enfermedades.

Por lo mismo, el que padece algún trastorno se va aislando, debilitando, determinando por las etiquetas y comenzando a depender de otros que lo salvan o que tienen el código secreto de lo que es racional e irracional, natural o innatural, inteligente o ignorante. No se trata de volver a foja cero ni de demonizar la psicología, que mucho bien ha hecho, sino de matizar estos diagnósticos, ver en qué circunstancias se muestran y cómo, a partir de los propios recursos y los de la comunidad, podemos salir adelante.

¿Cuál es el dilema?

El peligro de una cultura del déficit es que cada uno de nosotros sucumba bajo un cúmulo de etiquetas que nos hacen vernos como “enfermos o dañados” a nivel emocional y, por lo mismo, dejemos de ver todo el resto de los rostros y relaciones que sí podemos desarrollar. Lo mismo pasa a nivel social: si alguna autoridad hace un diagnóstico, se absolutiza y se comienza a actuar conforme a él, en vez de ver todas las posibilidades que hay. Si somos un pompón de lanas de colores, por enfocarnos en un hilo, dejamos de ver todos los demás, sus extensiones, colores y posibilidades.

Si a la cultura del déficit le sumamos toda la información disponible en Internet, la verdad es que casi podríamos encontrar “enfermedades psico-socio-emocionales” para todos los estados y vivencias que tenemos como personas y sociedad. El paradigma del rendimiento en que nos encontramos inmersos descalifica todo momento más sombrío, e invernal, porque baja la productividad. Cualquier crisis relacional, ya sea con nosotros mismos, los demás o el entorno, es evitada como patológica y no se respeta el proceso natural que estas nos vienen a regalar. No es de extrañar, entonces, que rápidamente nos queramos desprender de estados emocionales más confusos, de la confusión o de conflictos que requieren tiempo y amor para enfrentar. Es más fácil “ir donde un experto” que nos medique, copiar a otras culturas, que atravesar las sombras y crecer espiritual, social y emocionalmente.

Las propuestas de salida

Todos los médicos y especialistas, sin duda, nos aportan información muy útil y relevante como contexto y como propuestas ya investigadas de terapias y posibles resultados; sin embargo, nunca debemos olvidar que son parte de la realidad, pero no toda la verdad ni el juicio final. Cada uno de nosotros y cada nación es mucho más compleja y maravillosa que un scanner, un hemograma o un informe político o económico internacional. Toda esa información es muy valiosa, pero apenas un ápice de todo el potencial humano que cada ser puede desplegar si se sabe amado, valioso y sostenido por una comunidad. Se trata en definitiva de vivir “bonito”, como aluden los pueblos muiscas en Colombia, en el sentido de vivir con sentido todos los momentos y facetas de nuestra vida.

Desde esta misma perspectiva, Jesús de Nazaret puede encarnar la propuesta de los muiscas del pensar bonito, ya que él nos da algunas claves para enfrentar las dificultades psico-socio-espirituales que todos podemos experimentar, ya sea en carne propia o en la de los demás:

  • Mantenernos unidos a la vid: la vida viene a representar el amor y toda la comunidad de relaciones nutritivas que nos sostienen y nos han sostenido desde siempre. Nadie ha nacido ni sobrevivido en el aislamiento total; por lo mismo, en la medida que más integremos como iguales a todos, tendremos la confianza y la libertad para vivir los diferentes momentos de la vida reconociendo la incondicionalidad.
  • Yo no te condeno; anda y no peques más: por el hecho de tener algunos aspectos de nuestro ser más sombríos o complejos, nadie puede condenar ni etiquetar a nadie más porque desconoce su complejidad y su historia y jamás pierde su calidad de hijo e hija de Dios.
  • Los últimos serán los primeros: aquellos más frágiles y necesitados de nuestra sociedad son los hijos predilectos del Creador porque hacen evidente la vulnerabilidad de todos. El que se crea superior, más sano, más fuerte que el resto, solo está acorazado en un engaño que tarde o temprano tendrá que enfrentar con más dolor.
  • Yo no vine por los sanos, sino por los enfermos: ningún ser humano se libra de la tristeza, la confusión o la enfermedad porque es un modo natural que Dios también tiene de comunicarse con nosotros e irrumpir con su amor paterno/maternal.
  • Lo importante es la persona y la relación: la gran liberación que daba Jesús a las personas era mostrarles que eran personas amables, valiosas, porque su Padre las hizo hermanas suyas, iguales en dignidad y cuya condición o acción no las determinaban en su ser. Eso producía milagros de amor y edificación.

Todos y cada uno de los gestos y palabras de Jesús siempre hicieron énfasis en el valor de las personas, sus recursos, sus posibilidades y la posibilidad permanente de conversión, más que en sus faltas, pecados, enfermedades, oficios o cualquier criterio humano. Quiero que tengan vida y la tengan en abundancia… En otras palabras: vivan bonito, por favor.

Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo