Tribuna

¿Queremos ser Nación?

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La diversidad propia de una sociedad plural alberga en Argentina una lógica política que se alimenta y se retroalimenta con una polarización creciente, que de a poco ha ido generando una mayor desconfianza entre los ciudadanos. En las reuniones sociales, en los lugares de trabajo, en los encuentros cotidianos primero hemos dejado de hablar de política y de expresar con naturalidad nuestras ideas y puntos de vista sobre la realidad, luego a disimularlos detrás del mandato de la corrección política y el temor a la cancelación y, finalmente, a encerrarnos en nuestras propias tribus para intercambiar lo que ya sabemos y pensamos entre los que piensan y sienten como nosotros. El reflejo más visible de este proceso se puede verificar al sintonizar dos canales de noticias: en uno, todo el daño que sufre la Argentina es causado por el oficialismo actual; en otro, la culpa de todos nuestros males lo tiene la oposición al gobierno actual.



En la Oración por la Patria, elaborada por la Conferencia Episcopal Argentina en 2000, se afirmaba: “Queremos ser Nación”. Dos décadas después, ¿podemos confirmar esa decisión? ¿Queremos compartir un espacio con todos los que habitan este suelo? ¿Queremos seguir construyendo un proyecto compartido llamado Argentina? ¿Tenemos sentimientos de projimidad con el que piensa distinto, tiene otros criterios, aporta algo diferente a lo que yo creo que es valioso? ¿Sentimos una vocación, un llamado desde nuestras entrañas, a “ser-con-otros” argentinos?

Progresivo deterioro general

Antes de las elecciones de 2019, Rodrigo Zarazaga señalaba que “no hay país posible si negamos legitimidad a un tercio de los argentinos, sin importar de qué lado está ese tercio”. Si no los considero legítimos, por ser planeros, gorilas, choripaneros, neoliberales, chavistas, cipayos o cualquier otra denominación descalificadora, si los “ninguneamos” a la hora de construir algo en común, ¿hay posibilidades de ser Nación? Hace poco en Mendoza un grupo de ciudadanos deslizó la idea de organizar algún tipo de consulta popular para lograr la independencia de la provincia. Más allá de los obstáculos legales y de las opiniones que podamos tener frente a ella, una iniciativa pública de este tipo deja entrever un serio problema de malestar entre sectores sociales, regiones, poderes estatales… ¿Qué motiva el surgimiento de este tipo de ideas, qué estado de ánimo las sustenta? ¿Cuál sería el resultado de una consulta semejante? ¿Qué pasaría si se replicara en otros distritos del país?

Cuando los sentimientos de reconocimiento y pertenencia mutan hacia la extrañeza y la desconfianza nos enfrentamos a un problema político mayúsculo, que aumenta sin parar y con velocidad creciente. Un problema que es mucho más profundo y decisivo que un resultado electoral o los planes de un gobierno, porque afecta los núcleos de convivencia, la posibilidad de tener y sentir un país con todos y para todos. Este problema de extrema hondura es alimentado, casi diríamos con irresponsabilidad, por muchos dirigentes y amplificado por las usinas mediáticas. Podemos mirar para otro lado y así nos distraeremos con la realización o no de las PASO o con la conformación de las listas de diputados. Podemos resignarnos a un crescendo polarizador, a medida que los problemas (viejos y nuevos) se acumulan y las urnas se acercan. O podemos plantear y exigir como ciudadanos una praxis política completamente diferente a la actual, la misma que nos lleva a un progresivo deterioro general. Hace falta una mejor política para tender puentes, suturar heridas, compatibilizar miradas, renovar expectativas, inflamar decisión, construir futuros.

Un nuevo paradigma

Un compatriota nos ha presentado una hoja de ruta que puede ser inspiradora para esa imprescindible nueva y distinta práctica política. El papa Francisco ha publicado en octubre de 2020 la encíclica ‘Fratelli Tutti’, que versa sobre la fraternidad universal y la amistad social. Como muestra de nuestra confusión, el Papa es una figura denostada por algunos de sus compatriotas (él mismo ha reconocido, implícitamente, que hay argentinos que lo insultan), mientras otros quieren utilizarlo políticamente para fines pequeños… Una pena, porque estamos ante el compatriota más importante de la Historia y podríamos aprovechar mejor su capacidad, su visión, su amor por la Argentina y el profundo compromiso con su pueblo. El Papa ha dedicado el capítulo quinto de su última encíclica a “la mejor política”, aquella necesaria para desarrollar amistad social y fraternidad universal. Leer ese capítulo, analizarlo en profundidad, contrastarlo con nuestra habitualidad política, descubrir pistas para el resurgimiento cívico y el establecimiento de un marco de actuación más sano y más incluyente podrían servirnos para exigir y lograr otra política.

El Papa parte de un concepto fundamental para la cosmovisión cristiana, el concepto de “Pueblo”. Una palabra bastardeada por los populismos de distinto tipo, a los que describe y denuncia con gran claridad y contundencia (FT 155, 159, 161). Un concepto denostado por el pensamiento liberal extremo y por muchos que se erizan al asociarlo, sin más, con el populismo. Francisco afirma que para la mejor política hay que empezar por allí, por la noción de pueblo, “formar parte de una identidad común, hecha de lazos sociales y culturales”, algo que no es automático sino “un proceso lento, difícil… (158).  El pueblo, tan invocado por los políticos de nuestro país, es un tejido de lazos sociales y culturales, una trama más profunda y más importante que las simpatías políticas. ¿Qué está pasando con nuestros lazos sociales y culturales? ¿Se deshilachan, se agujerean, se pueden renovar y fortificar? ¿Qué está en pie y puede servir como plataforma de reconstrucción y que ha quedado inservible de esa trama tejida a lo largo de más de dos siglos?

La trama social

Más allá de los presidentes, gobernadores y funcionarios, lo que cuenta es la trama social y cultural argentina, su potencia creadora, su solidaridad, su proximidad espiritual. Francisco explicita que esa trama se teje por medio de “fenómenos sociales que articulan a las mayorías, megatendencias y búsquedas comunitarias (…) objetivos comunes más allá de las diferencias”. La síntesis de todo esto: “un sueño colectivo” (157). ¿Qué pasa por debajo de las figuras políticas que están en el candelero argentino desde hace tantos años? ¿Qué se gesta en lo profundo de nuestra sociedad? ¿Algo nuevo, algo valioso, solo rencor, resignación, amargura? Descubrir esas tendencias y búsquedas, ponerlas en el primer plano, asumirlas como punto de convergencia y exigir que se tengan en cuenta es el paso inicial para una nueva praxis política.

Una política verdaderamente popular, aquella que promueve el bien del pueblo, es la que permite “asegurar a todos la posibilidad de hacer brotar las semillas que Dios ha puesto en cada uno, sus capacidades, sus iniciativas, sus fuerzas (…) una vida digna a través del trabajo”. Una política verdaderamente popular es la que favorece que “a cada persona alguna manera de aportar sus capacidades y su esfuerzo” (162) Esta definición es muy importante y clarificadora, porque ubica correctamente la relación entre el individuo y el colectivo nacional, entre la persona y el pueblo: “Cada uno es plenamente persona cuando pertenece a un pueblo y al mismo tiempo no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona. Pueblo y persona son términos correlativos” (182). El Papa reafirma la línea clásica de la Doctrina Social de la Iglesia, la centralidad de la persona y la vocación comunitaria, aspectos mutuamente necesarios y enriquecidos uno por el otro. Pero subraya que la política más que “mandar” debe suscitar, más que “clarificar” debe “dejar fructificar”, más que establecer caminos uniformes debe favorecer el aporte personal. Más aún, “no hay verdadero pueblo sin respeto al rostro de cada persona”: de cada, no de algunos ni de un “todos” generalista. De cada persona, de los que piensan parecido a mí y de los que piensan distinto; de los que tienen una afinidad con mi forma de ver la vida y de los que tienen otra diferente. Respeto al rostro de cada argentino.

A la luz de esta propuesta, cabe preguntarnos: ¿estimula nuestro modelo político cotidiano la iniciativa personal y social? ¿Cuántas veces se han utilizado las herramientas de iniciativa popular y de consulta popular previstos en los artículos 39 y 40 de la Constitución Nacional? ¿Hasta cuándo conservaremos un sistema electoral cerrado, con listas sábanas, boletas diversas y fechas electorales que se mueven al son de intereses de los que deben someterse a las urnas? ¿Cuánto se estimula, se favorece, se promueve la creación de empleo de calidad, los microemprendimientos, las cooperativas, la creación de empresas, la inserción de la economía popular dentro del circuito productivo y comercial, la inversión productiva, las iniciativas de modernización del aparato productivo, la infraestructura imprescindible para competir? ¿Por qué no se dialoga, se escuchan argumentos, se buscan coincidencias y se concretan iniciativas que lleven a las imprescindibles reformas que nuestra realidad necesita para que todos podamos ganar? ¿Por qué cuesta tanto el diálogo entre gobernantes y opositores? ¿Por qué no es habitual un diálogo público, sincero y que busque enriquecer a cada parte, en lugar de procurar la ventaja unilateral? ¿Quiénes –personas, sectores y estructuras– ganan con la polarización constante, con el subsidio, con la prebenda, con la indiferencia hacia el bien común? 

Una sociedad fuerte

Las personas, diversas y necesarias, son únicas pero no están solas, interactúan y conformar esos lazos sociales y culturales que señalábamos con anterioridad. Somos seres gregarios y la pertenencia al pueblo argentino nos identifica, nos ayuda a constituirnos, nos permite un devenir concreto en un tiempo y en un espacio. La salud de los vínculos sociales de un pueblo depende de la fortaleza de la sociedad civil que lo expresa. Frente a la falsa dicotomía entre lo estatal y lo privado, una burda y ya cansadora simplificación repetida por muchos referentes argentinos, siguiendo la Doctrina Social de la Iglesia el Papa enfatiza el valor indispensable de la sociedad civil, ese espacio de encuentro y de tejido creativo de los miembros de un pueblo, el verdadero y fundamental espacio público que hay que construir, reforzar, enriquecer y proyectar. Espacio público que no es la simple suma de individuos ni el lugar de los dependientes clientelares de los gobiernos, sino lugar para el aporte diverso y plural.

El Papa insiste en que es necesario una política que resguarde “los diversos recursos que las instituciones de una sociedad organizada, libre y creativa son capaces de generar” (165) porque solo así se pueden enfrentar las inequidades, las desviaciones y los abusos de los poderes económicos, tecnológicos, políticos o mediáticos (cf. FT 167). Son apreciaciones llenas de conceptos relevantes: una sociedad genera instituciones, las cuales no son simplemente un punto en un organigrama o un concepto jurídico cristalizado, sino que se fortalecen con la necesaria vitalidad que puedan exhibir, a partir de la libertad y la creatividad que la sociedad desarrolle para avanzar en equidad. Una sociedad tan fuerte (despierta, activa, esperanzada, movilizada por sí misma) que permita poner límites a los posibles abusos de los poderosos, que el Papa enumera sin eufemismos: poder económico, poder tecnológico, poder político y poder de los medios de comunicación. Una política que resguarde, no que pretenda reemplazar a las personas y a las fuerzas de la sociedad civil, sino que asuma la creatividad de personas y colectivos para renovar instituciones, dotarlas de nuevas capacidades para servir mejor a los ciudadanos.

Entonces, ¿por qué la mayoría espera que el Estado nos resuelva todo, siempre y cuando “no nos moleste”? ¿Por qué aceptamos ser espectadores de la “rosca”, el toma y daca, las chicanas, los lobbys ocultos? ¿Por qué soportamos la ignorancia de los soberbios que creen saber y que no tienen la humildad necesaria para escuchar a las diversas voces del pueblo? ¿Por qué nos dejamos guiar, como ciudadanos, por consignas fáciles, simplificaciones vergonzantes y propuestas mezquinas y repetitivas? ¿Por qué la culpa siempre es de aquel que no piensa como yo o como mi grupo? ¿Cuándo nos volveremos a hacer cargo de nuestro destino personal y colectivo, armonizando intereses en una lógica diferente a la de la confrontación permanente? 

La mejor política

En la segunda parte del quinto capítulo de ‘Fratelli Tutti’, el Papa describe lo que él denomina “la política que se necesita” en este tiempo:

  • “Que piense con visión amplia y que lleve adelante un replanteo general” (177)
  • Que obre “por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo” pues aunque no sirva para fines electorales “es lo que exige una justicia auténtica” (178)
  • Que genere “procesos sociales de fraternidad y justicia para todos” (180)
  • Que busque “caminos de construcción de comunidades en los distintos niveles de la vida social” (182)
  • Que sirva para “crear instituciones más sanas, regulaciones más justas, estructuras más solidarias” (186)

Francisco es muy claro al escribir y estas características no requieren de explicaciones adicionales. Simplemente me detengo en la última de las notas. Una buena política, aquella que sirve al pueblo, respeta y hace partícipe a cada persona de la comunidad, fomenta la creatividad y construye un tejido comunitario se manifiesta en la salud de sus instituciones, la justicia de las regulaciones y la solidaridad de las estructuras. Frente a quienes lo acusan de populista, Francisco es contundente: se necesitan instituciones, se necesitan regulaciones, se necesitan estructuras sociales solidarias. Nada es mágico, nada es providencial, nada es obra de iluminados, todo forma parte de un proceso dinámico, lleno de riesgos pero también de oportunidades. Las instituciones nos protegen de las arbitrariedades y los personalismos; las regulaciones, de los abusos de los poderosos; las estructuras solidarias, del individualismo extremo.

Al mismo tiempo que ensalza los rasgos de la política que necesitamos, el Papa expone las consecuencias que esta nueva praxis tiene para los políticos. Una buena política no siempre permite cosechar grandes éxitos –popularidad, reconocimiento inmediato, triunfos electorales- porque su grandeza no está allí sino en la capacidad para abrir procesos cuyos frutos serán recogidos por otros (cf. 195-196). Una buena política exige renunciar a posiciones rígidas en pos del encuentro y del bien común. Una buena política desconfía y se aleja del marketing y del “maquillaje mediático”, recursos que hoy parecen imprescindibles para el “éxito” (cf.197). Una buena praxis política requiere salir del corto plazo porque la tarea del político no se reduce a ganar elecciones, sino a asegurar una “equidad sustentable” (161) que garantice, a lo largo del tiempo, una existencia digna para cada persona.

Amistad social

Es una invitación a cambiar, de manera absoluta, las formas habituales de la política actual. Para encarar ese cambio el lubricante indispensable no es la ideología (menos aún el ideologismo) ni las habilidades discursivas ni las determinaciones voluntaristas, sino la amistad social. No hay nueva política sin buscar, desarrollar y afianzar el amor concreto entre los compatriotas. La “caridad social”, concepto bien enraizado en la Doctrina Social de la Iglesia, no es una apelación angélica o sensiblera ni tampoco una manipulación de los sentimientos personales y grupales. Es ver al otro, a quien me acompaña en esta tierra, como amigo, prójimo, compañero de ruta y, ojalá, como hermano. Hace unos años, el ex presidente José Mujica nos dio un consejo: “Tiene que quererse más los argentinos”. Hace unos días, nuestro embajador en Chile Rafael Bielsa actualizó esta necesidad: “Los argentinos no nos queremos lo que deberíamos (…) no nos queremos, nos hacemos mucho daño” (cf. Perfil, 4 de abril de 2021). ¿Puede haber Nación sin amistad social? ¿Puede haber buena política sin testimoniar y, por ello mismo, favorecer la amistad social?

“Avanzar hacia un orden social y político cuya alma sea la caridad social” (180) es la propuesta para un nuevo paradigma de praxis política. Para cambiar los ejes conocidos y que demuestran poca eficacia real, “un buen político da el primer paso para que resuenen las distintas voces” (191); particularmente el gobernante, aquel que ha recibido un mandato de su pueblo, “sabe escuchar el punto de vista del otro facilitando que todos tengan un espacio”, por medio de la paciencia y su renuncia a monopolizar la acción (cf. 190)

¿Es posible este cambio?

Si han tenido la generosidad de leer hasta aquí, muchos de ustedes se preguntarán si este cambio es posible en nuestro país o si solamente son buenos propósitos que suenan irreales. Sé que es difícil, pero también es imprescindible, porque no podemos continuar haciendo lo mismo que nos conduce a golpearnos una y otra vez con la misma piedra. Es cierto que los dirigentes políticos, oficialistas y opositores, dan muestras de estar colapsados, confundidos y con signos preocupantes de ignorancia e irresponsabilidad. Pero entonces, ¿qué nos queda? ¿Esperamos el colapso final, agitamos otra vez la consigna “que se vayan todos”, buscamos nuevas figuras providenciales, nos resignamos a la mediocridad y a la decadencia?  

¿Por dónde empezar? ¿Esperamos la conversión de nuestros políticos o exigimos como ciudadanos una nueva praxis política? Solo un pueblo despierto y exigente puede poner en evidencia los comportamientos medrosos, las prácticas mediocres y las incapacidades evidentes. El ex presidente brasileño Fernando Henrique Cardoso, un hombre con una gran formación y lucidez, afirma que “lo que se debe buscar es la presencia de la sociedad civil presionando al Estado y haciéndolo actuar de una manera más auténtica (…) Hoy es más relevante el movimiento de la sociedad como factor de presión (…) El pueblo es más decisivo que lo que diga el presidente o el Congreso. Es necesario mantener un movimiento en favor de esas transformaciones” (La Nación, 10/IV/2021). El movimiento de reforma política principalmente debe surgir desde los ciudadanos, desde el entramado social y cultural del pueblo argentino. Es fácil, como dice el Evangelio, mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio: los políticos tienen graves responsabilidades frente a la sociedad argentina, pero también se mantienen en el escenario y en los cargos públicos por acción (vía electoral) o por omisión de la ciudadanía en cuanto a control y demanda. Cuando nos limitamos a elegir al mal menor, comenzamos a perder todos, aún aquellos que ganan una elección.

Sin la principalidad de la ciudadanía como factor de cambio, cualquier dirigente que quiera romper el statu quo quedará a la intemperie y tendrá un corto vuelo. Es la sociedad civil, el espacio público más importante en una democracia, la que necesita vigorizarse y asumir compromisos políticos más profundos si se quiere lograr un país más libre, más justo y más integrado. Solo de esa forma y recuperando la centralidad de la participación, el debate respetuoso pero firme, la búsqueda de proyectos conjuntos, el pueblo dejará de ser un concepto figurativo en el discurso y se transformará en objeto de desvelo –y por tanto, de mejora- para los dirigentes políticos. Solo así dejarán de pensar en las próximas elecciones (espacio) en lugar de suscitar procesos de crecimiento que solo se dan en el tiempo, como le gusta afirmar al Papa.

Reconstruir la sociedad

Necesitamos reconstruir una sociedad política (ocupada y comprometida con “la cosa pública”) para lograr la renovación de nuestra dirigencia política. Cada uno de nosotros, desde su legítima y diversa visión de la realidad, podemos dar algunos pasos:

  • Dedicar al menos quince minutos diarios a leer, escuchar o ver opiniones políticas opuestas a las propias y tratar de descubrir puntos de convergencias con ellas.
  • Procurar descubrir las razones que tiene el que piensa distinto para estar convencido de esas ideas que me resultan distintas, lejanas, extrañas o incluso, negativas.
  • Reducir la exposición a las fuentes que favorecen la cristalización de las propias ideas.
  • Entender que la política es el arte de lo posible y que lo posible supone límites, postergaciones, ciertas frustraciones.
  • No avalar las medias verdades presentadas como certezas indiscutibles, la culpabilización del oponente y las palabras y comportamientos agresivos. No otorgar representatividad a quienes tienen ese estilo político. Los mejores dirigentes no son los más “duros” y “hábiles”, sino los más firmes en la búsqueda de nuevas ideas, diálogos constructivos en pos de soluciones creativas y desde una lógica donde cada uno resigna algo para que todos ganen. Como pueblo debemos inmunizarnos contra los discursos simplistas y demagógicos.
  • Recordar, como bien lo señala el filósofo Javier Gomá, que las mejoras no provienen de gracias dispensadas por los funcionarios, sino que “hemos conquistado la mayoría de los derechos en época moderna por el asco que nos producía su atropello”.

El momento social es delicado, el entramado de vínculos entre los argentinos está debilitado, las palabras hirientes surcan el aire con desparpajo e impunidad. Hace falta otro comportamiento político, otra forma de hacer política. No es fácil, quizás no alcancemos a ver sus resultados, como nos recuerda Francisco, pero parafraseando la comparación de Derek Bok sobre educación (“Si cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia”), si cree que procurar una nueva política es una ingenua utopía vaya preparando sus valijas o resígnese a vivir en un país decadente.