Las obras de misericordia (5): visitar a los presos

También entre rejas, es posible hacer realidad las demás obras, corporales y espirituales

portada Pliego Obras de misericordia visitar a los presos 3011 noviembre 2016

PABLO MORATA, capellán del Centro Penitenciario Madrid III (Valdemoro) | Hace ya 21 años que, de rebote y sin pensarlo, la Iglesia de Getafe me envió como capellán penitenciario a la cárcel de Valdemoro (Madrid). Todavía resuena en mi nuca el ¡clooonk! de la puerta de la galería el primer día que entré en la penitenciaria, que, como un grito vehemente, me recordaba: “¡Estás en un lugar cerrado!”. Todavía no me he acostumbrado a ese golpe seco, metálico, eléctrico y virulento que, como los cobardes, me arremetía por la espalda. El día que me acostumbre tendré que dejar de visitar la cárcel, pues será el signo inequívoco de que padezco el “síndrome de la indiferencia”. La auténtica Obra de Misericordia a la hora de practicar esta obra de misericordia de visitar al preso no es otra que tener delante al profeta Natán, que, también con misericordia, te recuerda: “Ese hombre eres tú”.

A la cárcel hay que entrar con los pies descalzos. Allí se sufre, y donde hay sufrimiento se vive el misterio de la presencia de Dios que, desde la zarza ardiente que es la prisión, atrae como un fuego que quema pero no se apaga. Un zarza, al mismo tiempo, recubierta de espinos que te invitan a no acercarte, pero desde la que Dios sigue gritando: “He visto la opresión de mi pueblo, sus clamores han llegado hasta mis oídos”.

La cárcel engendra morbo: las películas, las noticias… ¡Cuánta gente a lo largo de estos años me ha manifestado su “curiosidad” por querer visitar la cárcel y, simplemente, me he negado. ¡Qué contradicción! Es una obra de misericordia visitar a los presos y el primero en poner dificultades es el propio ministro enviado por la Iglesia. La cárcel no es el zoo. A la cárcel no se puede ir con la curiosidad del que va a ver si el león en cautividad es menos agresivo que en libertad o a reír las gracias de los monos tras regalarles un cacahuete.

Por otra parte, las cárceles causan rechazo. “Si están ahí es porque se lo merecen”, oímos. Están escondidas, literalmente escondidas. Recintos de miles de metros cuadrados que solo ves cuando llegas, periferias existenciales y geográficas (¿cuántos vecinos de Valdemoro o Aranjuez saben dónde están ubicados los centros penitenciarios de sus términos municipales? ¡Y no digamos ya Estremera!). Están intencionadamente ocultas porque la escoria, el sufrimiento, el dolor, el fracaso han de ser velados en esta sociedad hedonista que ha impuesto el bienestar por decreto; así que ojos que no ven…

(…)

“Estuve preso y me visitasteis”; “cada vez que lo hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”… Queda bonito, pero cuando se ponen rostros y situaciones concretas, sobre todo pensando en las víctimas, pues… En la cárcel están los que están, y suelen estar por algo. Cristo se identifica con ellos, pero ahora, a modo de desafío, te pregunto: ¿te atreverías a afirmar que cualquiera de los políticos, del signo que sea, encarcelados por corrupción es Cristo?

¿Te atreverías a afirmar que el condenado por terrorismo es Cristo? ¿Te atreverías a afirmar que el violador de Canillas es Cristo? ¿Te atreveríais a afirmar que el asesino de Pioz es Cristo? ¡Vale!, me estoy pasando. Más fácil: el que este verano te desvalijó la casa o te rompió el cristal del coche (a mí me han pasado ambas cosas) ¿es Cristo?

“Estuve preso y me visitasteis”… “Señor, ¿cuándo te vimos preso?”… “Cada vez que los hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis”. Son frases del Evangelio, bonitas, ablandan el corazón, elevan el espíritu, dan “gustirrinín”… Pero cuando se ponen caras concretas al delincuente, situaciones precisas de actos delictivos…; cuando después de haber hecho todo lo que está en tu mano, material y espiritualmente, para auxiliar, socorrer, promocionar humanamente al preso, y obtienes como respuesta la ingratitud, le exigencia o el desprecio, ¡qué difícil resulta encontrar ahí el rostro de Cristo! Como decía san Agustín: “Tengo miedo de que el Señor pase y no lo reconozca”.

Por eso, a la cárcel solo se puede entrar descalzo y revestido de debilidad. Visitar al preso es una “obra de misericordia” cuando se ha experimentado en las propias carnes la Misericordia, y en ese “estar” con ellos emergen todas la otras obras de misericordia (espirituales y corporales), que –como recuerda el papa Francisco– son el antídoto contra la indiferencia; en este caso, en un entorno que hasta física y geográficamente invita a dar un rodeo y pasar de largo.

I. Corregir al que se equivoca

II. Dar buen consejo al que lo necesita

III. Consolar al triste

“Estar ahí”. La cárcel transmite negatividad. Puede haber momentos de esparcimiento, de entretenimiento, donde esbozar una sonrisa. Pero el estado natural es la tristeza. En la cárcel no se puede llorar. Si lloras delante de los funcionarios, eres un débil. Si lloras delante de los compañeros, eres un cobarde; y si lloras durante las llamadas telefónicas o visitas de los familiares, estos se van peor que han llegado. Hay que hacerse el fuerte. Pero el llanto es necesario.

Muchas veces nuestra labor, también la de los voluntarios, es crear un espacio para llorar. Dejar llorar, y nosotros callar. A veces también nos toca apaciguar al que le ha tocado en la celda un compañero “llorón” o que no deja dormir, o vete tú a saber. Tratar de rebajar la tensión, porque también es una obra de misericordia.

IV. Aceptar con paciencia los defectos de los demás

V. Perdonar al que nos ofende

VI. Enseñar al que no sabe

VII. Visitar al enfermo

VIII. Dar de comer al hambriento y de beber al sediento

IX. Vestir al desnudo

X. Dar posada al necesitado

XI. Enterrar a los muertos

XII. Rogar a Dios por los vivos y los difuntos

 

Publicado en el número 3.011 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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