Las obras de misericordia (3): dar posada al peregrino

La hospitalidad y la acogida como valores de humanidad

portada Pliego Vida Nueva Obras de misericordia: dar posada al peregrino 2980 marzo 2016

HNA. CAROLINA BLÁZQUEZ CASADO, OSA, Comunidad de la Conversión, Fraternidad del Camino, CARRIÓN DE LOS CONDES (PALENCIA) | La hospitalidad o acogida al forastero, al hombre que va de camino, a aquel que nos visita y nos pide ayuda, cobijo, ha sido un valor constitutivo en la mayoría de las culturas antiguas, y muy especialmente en las tradiciones propias de los pueblos orientales. Podríamos decir que en la transformación progresiva del enemigo en huésped está el origen de la civilización. El cambio de perspectiva que supone pasar de “tú no eres como nosotros, por eso te matamos” a decir “tú no eres como nosotros, por esto te escuchamos, te recibimos” pone los fundamentos de la comunidad humana. Aún más, poco a poco, la visita de un huésped se convierte en motivo de alegría, fiesta, servicio generoso, encuentro…

Son muchas las experiencias que, sobre este gesto tan digno de lo humano y que pertenece a nuestro eje de valores más puro, podemos encontrar en relatos de la antigüedad.

En la acogida se revela la peculiaridad constitutiva del hombre como un ser para el encuentro. El ser humano está abierto a la realidad, despierta ante lo otro y se enriquece con todo lo que toca y llega a su vida, estableciendo relaciones significativas que le posibilitan y sostienen. En definitiva, el ser humano es un ser personal; por eso, la cerrazón, la indiferencia, el solipsismo son actitudes que revelan una atrofia de las virtudes más genuinas de nuestra condición y, cuando en nuestra sociedad parece generalizarse un modo de vida individualista, egoísta, desconfiado de todos, en realidad se evidencia un cierto empobrecimiento de lo humano y de nuestras capacidades más bellas y dignas.

(…)

“A mí me lo hacéis”

Esto va a suponer una total transformación en lo que se refiere a la comprensión del prójimo en el cristianismo. Quien lee la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-37) a la luz de la parábola del Juicio final, a la que acabamos de hacer referencia, comprende bien la respuesta de Jesús a la pregunta del fariseo: “Pero, ¿quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29).

Prójimo será todo necesitado que me sale al encuentro, pues, por el mero hecho de serlo, es uno de los que Jesús llama “mis pequeños hermanos”. Estos le hacen presente hoy, en medio de nuestra historia personal. Ellos son la permanente visita de Dios en Jesucristo a cada hombre y mujer a lo largo del tiempo. Ellos son la prolongación del gran misterio de la encarnación.

Brota de aquí la rica corriente de caridad y el impulso filantrópico del cristianismo, que reconoce en cada persona a otro Cristo, y desde aquí le sirve, le cuida, le ama. Las cartas apostólicas del Nuevo Testamento están llenas de exhortaciones a la acogida y a la hospitalidad: “Acogeos mutuamente como os acogió Cristo para gloria de Dios” (Rom 15, 7); “No olvidéis la hospitalidad; gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Heb 13, 2).

El peregrino es Jesús mismo, que se acerca, que pide agua, que pide descanso, que pide comida y que nos tiende la mano, abierta y vacía, para que le sirvamos. Cada hombre, cada mujer que se acerca en el camino de la vida pidiendo asilo es un espacio sagrado, un lugar teológico. Ellos nos revelan el nuevo rostro de Dios, que desde la encarnación tiene tantos como rostros humanos.

 

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