Tribuna

Unamuno y los curas sin fe: para abrazar la utopía hay que asomarse al abismo

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Ayer, la teóloga mexicana Mariana Cejudo García de Alba publicó en este mismo espacio un atinado artículo titulado ‘Unamuno y los curas sin fe’. Además de la hondura con la que está expresado (realmente se adentra en el alma unamuniana), el texto tiene la valentía de proponer (ella habla por experiencia propia) que ‘San Manuel Bueno, mártir’ forme parte de las lecturas obligatorias de todo aspirante a consagrarse al sacerdocio o a la vida consagrada.



No es ni mucho menos una provocación. En un tiempo de grave crisis vocacional y en el que en algunos seminarios y noviciados se aplican machaconamente los mismos métodos formativos, ocurre lo mismo que en ciertas escuelas taurinas. Así, al igual que el aficionado con miles de horas en el tendido de sol y sombra susurra decepcionado un “todos torean ya igual”, un fiel que asiste a una misa y escucha atento una homilía puede decirse lo mismo para sus adentros: “Otro cura que dice lo mismo”.

Hablar “de carril”

Y es que, aunque duela admitirlo, es demasiado palpable cuando se está ante un discípulo de Jesús de Nazaret que habla “de carril”. Habitualmente, ya sea en una homilía o en una conferencia, se trate de un consagrado o de un laico, se repetirán los acordes de una música que ya no nos asombra con su vitalidad, sino que da muestras de estar apagándose. Eso ocurre, por ejemplo, cuando se replican constantemente y en todos los contextos y situaciones las expresiones del Papa de turno. Ahora, en tiempos de franciscanismo, la piel que cose el esqueleto son la necesidad de ser “Iglesia en salida” e ir “a las periferias”.

Por supuesto, esas expresiones buscan plasmar la genialidad de quien en su día las alumbró (en este caso, un gigante de la fe llamado Jorge Mario Bergoglio) y, al bullir en el ambiente, se generan cultura y fe. Pero corremos el riesgo de abusar de ellas y que pierdan sentido. Es solo un ejemplo de que, a veces, enunciamos grandes loas a la utopía y, en el fondo, nos cuesta encarnarla, abajarla.

Creer realmente, con todo el corazón

El gran reto de todo cristiano, sea cual sea su condición, es creer realmente, con todo el corazón, en Dios y en la promesa de su vida eterna. Una tarea que a veces lleva toda una vida y que no es ni mucho menos fácil. Unamuno supo captar ese combate íntimo que se da en muchos de nosotros. Él mismo, oyéndoles hablar o predicar, descubrió el secreto oculto (tal vez incluso para sí mismos) de muchos sacerdotes: en el fondo, no creían en Dios. Sin juzgarles, tratando de cargar con ellos su cruz, les abrió su alma para que, mediante un diálogo que bien podía ser una “confesión”, caminaran juntos en el abismo compartido del que anhela creer y no puede.

Ese “manual” de congoja que es vida y no vulgar teoría fue el que Unamuno encarnó en ‘San Manuel Bueno, mártir’, la obra que, a lo largo de toda la Historia, mejor ha sabido adentrarse en el conflicto íntimo de quien no vive la fe que proclama, pero que, con su testimonio de bondad (y no sus discursos), inflama de fe pura y auténtica al pueblo sencillo.

Examen de conciencia

Es maravilloso que nuestros futuros sacerdotes y religiosos se llenen el alma y la mente de utopías. Grandes ideales que plasmarán en discursos orales o escritos durante toda su vida. Pero, para ir más allá y alcanzar la meta final de la fe, es necesario asomarse antes al abismo que nos puede deparar una vida sin fe. Aunque sea simplemente leyendo una simple novela con todos los sentidos. Y luego, claro, hacer examen de conciencia y responder a todo aquello que Unamuno nos pregunta en su obra.

Hagamos como el maestro de Nazaret, quien, antes de iniciar su misión, acometió la prueba de pasar cuarenta días en el desierto, venciendo a quien le tentaba y, sobre todo, afrontando por primera vez su combate espiritual. Una lucha que terminó en la cruz, en un monte, pero que nació en la aridez de un desierto. Porque no hay Pascua sin Cuaresma.

Para todos los cristianos

Por eso coincido con la amiga Mariana en que ‘San Manuel Bueno, mártir’ debe formar parte de las lecturas obligatorias de todo novicio o seminarista. Pero voy más allá: todo cristiano debería leer el libro al menos una vez en la vida. Y no lo demoremos: el mejor momento es la adolescencia, cuando nos hacemos las grandes preguntas y se modula lo que seremos. En mi caso, fue así. Y puedo asegurar que adentrarme en la agonía de ese sacerdote sin fe de Valverde de Lucerna me cambió por completo la vida.