Tribuna

Unamuno y los curas sin fe

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Por paradójico que suene, pues es un libro que trata la historia de un sacerdote sin fe, pero ‘San Manuel Bueno, mártir’, novela de Miguel de Unamuno, puede ser clave dentro del caminar de un buen discernimiento vocacional… En mi caso, fue lectura obligatoria en la materia de Sacramento del Orden, cosa que agradezco mucho



Me llama la atención el título, pues parece contradictorio llamar a alguien que ha dejado de creer “santo” y “mártir”. Unamuno logra presentar magistralmente a un personaje que, al principio, parece vivir en una utopía lejana al mundo de hoy. Son tales las virtudes que destaca en él que suena inverosímil la idea de un sacerdote con semejante perfil.

Giro inesperado

Conforme iba leyendo me preguntaba si era posible encontrar a alguien cuya vida fuera parecida a la que el autor cuenta en su libro. No anticipaba lo que vendría después. El libro narra cómo un joven no creyente vuelve a su pueblo de origen y se topa con la figura de este hombre con el cual la gente está completamente maravillada y a quien rinde una admiración que casi llega a culto. Lo que se espera es su conversión ante el testimonio auténtico del cura. Sin embargo, sucede algo muy distinto: el cura le confiesa su falta de fe.

Es ahí cuando descubro que, en realidad, esta figura del sacerdote sin fe puede estarse manifestando en muchos de los sacerdotes de hoy, y que tristemente es muy probable que así sea. Solo que hoy son cada vez menos los que se preocupan de que no sea evidente o notoria su falta de fe, que se presenta en la forma de una vida laxa, sobre todo en el aspecto moral, en homilías no preparadas, en misas aburridas, en fórmulas dichas con prisa y en relaciones superficiales con los fieles.

Miguel de Unamuno

Encarnado en el bien del pueblo

Quizá lo que hacía “santo” y “mártir” al cura Manuel era justamente que vivía enteramente preocupado por el bien del pueblo, sabiendo que confesarles su “pecado” sería tan grave que podría quitarles también a ellos la fe. Ofrecía sus días a predicar una buena noticia de salvación en la que él había dejado de creer, a celebrar sacramentos que a él ya no le ponían en contacto con lo trascendente, a llevar a un Dios que se le mostraba lejano o prácticamente inexistente.

Muchos podrían juzgar esto de hipocresía, pero Lázaro entendía que para Don Manuel sus tareas eran parte del oficio del que tenía que vivir y con el cual traía alegría al pueblo. Con lo que hacía no buscaba engañarles, sino corroborarles en su fe. Ahí radicaba su santidad y su martirio.

Humildad para pedir ayuda

Pienso en los sacerdotes como él, en los que se siguen esforzando a pesar de encontrar dificultades en la fe, y me pregunto si encuentran en alguien el consuelo que Manuel encontró en aquel joven Lázaro, si son humildes para reconocer la situación por la que pasan y pedir ayuda.

Me pregunto también si en la Iglesia hay personas capaces de escuchar y acoger a estos sacerdotes, sin juzgar su falta de fe, y a ayudarles a volver a encontrar sentido a la misión para la que fueron llamados.

La necesaria contemplación

Finalmente me pregunto qué podrían hacer estos sacerdotes para recuperar la fe perdida, y creo encontrar parte de la respuesta en el mismo libro. Don Manuel es presentado como un cura activo, no contemplativo, que, si no encuentra ocupaciones, se las inventa. Esto deja ver que el hombre dedicaba poco tiempo a la oración. Una vida sin oración, sin contemplación, es una vida que acabará irremediablemente en la falta de fe.

La gente alaba las obras, porque por las obras se es reconocido como cristiano, y no pretendo negar su importancia. Pero Dios ve el corazón, habla en el silencio y la soledad de la propia habitación, y es también ahí donde hay que buscarle o, mejor, dejarse encontrar por Él.