Tribuna

Sin tiempo

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Habitualmente, cuando hablamos de la eternidad, estamos diciendo algo sobre lo que creemos que vendrá. Pero la eternidad nos precede, nos acuna en nuestro kronos y propone un kayrós que pretendemos desconocer porque será después de la muerte. Por las razones de nuestra lógica pequeña, acotada y de pocas dimensiones, las personas estamos atadas a las cantidades y, entre ellas, a las 24 horas de un reloj que tiraniza donde vayamos. Y así hacemos con los años, con el curso de nuestra vida, medida en diferentes etapas.



Hoy, en este tiempo de la humanidad inmerso entre esta tierra que pisamos y este cielo que miramos, estamos perdidos en la frase más remanida: no tengo tiempo. Es la excusa más notoria, la que más abunda y la decimos sin medir la lengua, como justificando legalmente el no poder acceder a invitaciones, a espacios creativos, a nuevos desafíos, como es el reconocimiento de la novedad de Dios en nuestra vida cotidiana.

Sale naturalmente. Soltamos la frase. No pensamos en lo que nos proponen o lo que estamos diciendo. Hemos puesto un orden dividiendo nuestro tiempo. Primero lo emergente, segundo lo urgente, tercero lo importante, cuarto lo especial o esencial.  Como para ver cómo nos acomodamos. Pero podemos aprender a decir que lo único urgente es lo importante. Y ahí  cambia todo. Ya no es la cantidad de tiempo lo que cuenta, sino la calidad de nuestras elecciones lo que se pone en juego.

¿Qué pasará que no podemos disfrutar del tiempo que nos ha sido dado porque nunca tenemos tiempo? ¿Dónde queda estancada la vida que se pierde en los espacios del sin tiempo? ¿Cuándo dejamos de recordar momentos, incluso instantes, donde la eternidad se hizo eterna? ¿Sobre qué terrenos resbaladizos nos movemos? ¿De qué nos estamos escurriendo?

Cuadro de Salvador Dalí: ‘La persistencia de la memoria’, 1931, óleo sobre lienzo, 24 x 33 cm, Museo de Arte Moderno de Nueva York

Amor y reconocimiento

La lógica de la inmensidad de Dios no es la nuestra. Muchas veces hablamos de esto de manera grandilocuente, como si alcanzáramos a entenderla. Como si hubiera alguna ciencia, filosofía o religión que pudiera hacerla accesible o atraparla para conformarnos con alguna explicación racional que quepa entre nuestras neuronas mediatizadas por la virtualidad. La lógica del Amor de Dios nos supera y desinstala a diario.

Por esto, el amor y el reconocimiento imponen medidas diferentes. Tantas veces hemos dicho que el amor no es un sentimiento y seguimos apoyados en eso, derramando emociones o sentimentalismos, cambiando palabras que quieran decir que amamos, como empatía, solidaridad y algunas otras.

Y del reconocimiento no es algo de lo que hagamos gala a menudo. Reconocer al otro o la otra no es ni más ni menos que ver al Jesús que habita en esa persona. Ese Cristo que lleva puesto donde vaya, sea más o menos creyente, porque Jesús anda paseando en cada corazón más allá de interpretaciones y extravagancias.

Sí, la lógica de Dios no establece ni cantidades ni dimensiones por más que las ciencias quieran determinarlo con medidas que no entran en nuestro entendimiento.

Un Dios que es sin tiempo y sin espacio nos llama a abrir las ventanas hacia el único que va más allá de toda medida humana. Esa tercera persona de la Trinidad que se resiste a que alguien se quede sin su soplo amoroso. El Espíritu Santo, en el reconocimiento de nuestras necesidades, susurra amplio y fuerte para hacernos protagonistas del tiempo del Amor.

Lanzados al Adviento. Llamados a la Esperanza, a la conversión, a la Alegría y a una nueva encarnación para el Reino.