Tribuna

El dulce Cristo en la tierra

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La primera vez que entré en conocimiento de esta afirmación fue gracias a San Josemaría Escrivá de Balaguer, ejemplo de unión filial con la Iglesia. En su primera noche en Roma, pasó la noche en vela, orando por la Iglesia y por el Papa, llamándolo “el dulce Cristo en la tierra”.



En su libro Amar a la Iglesia, afirmó que “el amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo”, un dulce Cristo en la tierra. No podría afirmar que haya sido mi encuentro con la idea de que en el Papa podemos ver a Cristo que está ahí, que está aquí, pero sin duda, sí puede ser la primera vez que tuve conciencia de ello.

Sin embargo, este señalamiento hacia la figura del Santo Padre no es de San Josemaría. Le pertenece a Santa Catalina de Siena. Santa Catalina, mujer espléndida que murió de pasión por la Iglesia, fue quien nos brindó esta afirmación profunda y mística del Papa, Vicario de Cristo, o como también lo reconocía San Josemaría: Vicecristo. Quisiera compartir algunas ideas al respecto, no por casualidad, sino por necesidad, ya que en la actualidad, producto de un espíritu oscuro y espeso que se pasea por la Iglesia, hay un sector que violenta peligrosamente la figura del Papa.

¿Quién es el Papa?

El Papa es Francisco y nadie más que él. Si el Papa es Francisco, entonces Francisco es Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Patriarca de Occidente, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolita de la provincia Romana, Soberano del Estado Vaticano, Siervo de los Siervos de Dios. En el caso de Francisco, si contemplamos su pontificado, podríamos resaltar su condición de Siervo de los Siervos de Dios. Además, siguiendo la fragancia de la bella tradición según la cual Pedro, que salía de Roma, se encuentra a Cristo caminando en dirección contraria. Pedro le pregunta a dónde se dirige y Cristo le responde: “Voy a Roma a ser crucificado de nuevo”.

Pedro se regresa a Roma a morir crucificado, lo que, de algún modo, explica la misión más profunda del Sumo Pontífice: morir crucificado por el mundo que no comprende los gestos de una misericordia que es mayor que cualquier pecado. Una misericordia que nos habla con voz reposada: “Él, por amor, entrando en el abismo del dolor y del sufrimiento, nos redime y no salva, dando sentido a nuestras aflicciones y tribulaciones. Pondremos ante Jesús crucificado, a todos los crucificados de hoy, hermanos y hermanas víctimas inocentes del sufrimiento y la maldad del mundo. “Solo él puede consolarlos y darles amor”.

Sentir con la Iglesia

San Ignacio de Loyola obsequió al mundo espiritual (trascendió el ámbito católico) sus Ejercicios Espirituales. En ellos, San Ignacio, la presencia de la Iglesia es constante. A pesar del marcado tono personal, la eclesialidad es el marco en el que todo el proceso tiene lugar. En las Reglas para sentir con la Iglesia, 13, nos dice: “Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que yo veo, creer que es negro, si la Iglesia Jerárquica así lo determina, creyendo que entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia su esposa, es el mismo Espíritu que nos gobierna y rige par la salud (salvación) de nuestras ánimas (almas), porque por el mismo Espíritu y señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia”.

En estos tiempos en que se han caracterizado por la rebelión contra el Vicario de Cristo, el dulce Cristo en la tierra, creo que resulta fundamental meditar estas líneas de San Ignacio. Rebelión que se sustenta sobre distintas líneas ideológicas que han ahogado al espíritu de la unidad evangélica en un océano de señalamientos y acusaciones ajenas a la verdad. Sembrando la confusión, enturbiando la imagen que se forjó cuando Jesús mismo instituyó su Iglesia sobre los hombros de Pedro.

Frente a toda esa vorágine ideológica que se esparce como veneno por el mundo, volvamos a San Pío X cuando pidió: Instaurar todo en Cristo. Volver al Evangelio que ratifica la unidad de la Iglesia a la que nos ha llamado Francisco, el dulce Cristo en la tierra: “en lugar de dividirnos según nuestras ideas, estamos llamados a volver a poner a Dios en el centro”, a través de la vocación y no de las ideologías eclesiásticas”. Paz y Bien


Por Valmore Muñoz Arteaga. Profesor y escritor. Maracaibo – Venezuela