Tribuna

¿Dónde fue que me equivoqué?

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“Al Dios santo celebremos

que nos llena de alegría,

y subamos hasta el monte

donde Dios se sacrifica”.

(Padres Eusebio Goicoechea Arrondo y Antonio María Danoz)



En aquel tiempo, los soldados del imperio romano provenían de muchos lugares, pero es fácil pensar que usarían el latín como lengua común. Por eso, pienso que es razonable que cuando a la muerte de Jesús ocurrieron prodigios estremecedores, el jefe de los soldados que rodeaban la cruz exclamara, en latín, “¡Vere Filius Dei erat iste!”, como se relata en la biblia ‘La Vulgata’. Eso ha llegado hasta nosotros como “verdaderamente este era hijo de Dios”. Voy a usar, sin embargo, una traducción de diccionario sencillo para “vere”, que vendría a ser “en realidad”. Sé que no cambia el sentido, pero me parece que puede ayudarnos en esta reflexión sobre lo que pasó en el Calvario… y la experiencia cotidiana del “calvario” que tantas veces experimentamos en nuestras vidas.

Darse cuenta de que “en realidad” habían cometido un crimen espantoso y que se habían equivocado al evaluar lo que les parecía la realidad no fue una experiencia única de los soldados romanos que habían cumplido las órdenes de someter a torturas, vituperios y muerte a Jesús. También se habían equivocado la gente del pueblo convertida en turba para gritar a coro “¡crucifícale!”, se habían equivocado los sacerdotes que le juzgaron, en fin, podemos resumir que prácticamente se equivocaron casi todos. Uno de los pocos que, según cuenta el Evangelio, supo lo que estaba pasando en realidad fue el conocido “buen ladrón”, que se reconoció culpable y, ni siquiera pidió perdón, sino que se limitó a decirle, “acuérdate de mí, cuando estés en tu reino”.

“Él es bueno, pero no sirve”

La pregunta “¿dónde fue que me equivoqué?” la he experimentado muchas veces, muchas veces, en mi vida sacerdotal. Bueno, en realidad, esa pregunta me ha acompañado desde niño, desde que pude comenzar a razonar las cosas de la vida. Son muchas las ocasiones en que actuamos movidos por las mejores intenciones y las cosas no salen como esperábamos. Se trata de la sensación de que “metimos las patas” como dicen en pueblo y no sabemos exactamente en qué. Tengo un sobrinito que no pierde ocasión de usar el chiste “él es bueno, pero no sirve”.

En términos sencillos podemos decir que “nos equivocamos” cuando no logramos tomar en cuenta lo que en realidad está pasando.

Si trato de mirar a los demás desde mi experiencia, puedo imaginar que entiendo lo que debe sentir el luchador de las causas sociales de la libertad y la justicia cuando no logra que el pueblo se levante, y, peor aún, cuando la gente pide que le crucifiquen. Puedo imaginar, de igual manera, la frustración de los que predican la palabra de Dios y tratan de defender que lo importante de amar a Dios sobre todas las cosas es que vivamos amando al prójimo como a nosotros mismos, que el Evangelio nos debe llevar a sumarnos y acompañar las luchas por la justicia, para luego encontrar que son rechazados por diferencias sobre el tema de la religión.

“¿En qué me equivoqué?” es la pregunta común que se hacen tantos feligreses movidos a la vida contemplativa y a repetir con rigor los signos y sacramentos cuando miran a su alrededor y ven muchedumbres a las que no les importa eso. Pero también es la pregunta que se hacen muchos sacerdotes que se frustran tratando de encender el corazón de la gente para que los sentimientos de amor por Dios padre se traduzcan en mover sus cuerpos a la acción solidaria con las comunidades.

Como la estrofa del himno que he citado al principio, ¿cómo es eso de que “celebremos” que Dios “nos llena de alegría” y que, acto seguido “subamos hasta el monte donde Dios se sacrifica?

¿En qué quedamos? Por más que nos esforcemos, hay cosas que son difíciles de entender. Dios le tiene tanta lealtad al ser humano que encarnó para entregarse por todos nosotros. El buen ladrón no pidió que Dios le explicara nada, no pidió que Dios le salvara de la cruz, ni siquiera trató de ganarse el perdón que no creía merecer. Solo le pidió con humildad “acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. ¡Que lealtad tan grande! Desde aquí quiero rendir homenaje a todos los seres humanos que, tengan las creencias que tengan, dan testimonio de lo que es la lealtad a los demás seres humanos, lo que es sacrificarse para que otros puedan comer, lo que es entregarse a ser testigos de la verdad, la libertad y la justicia y, con alegría “subamos hasta el monte, donde Dios se sacrifica”, que rezaba el himno pre-conciliar.