Tribuna

Desastre existencial

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La opinología cotidiana como derecho a decir cualquier cosa –extendida especialmente por las redes– está poniendo en peligro la verdad, la justicia y la paz de nuestro pueblo que quiere y tiene el derecho y el deber de madurar democracia. Esta liviandad está jugando a ser la causa de todas las divisiones posibles, convirtiendo a nuestra sociedad –ya partida por las necesidades vitales–, en un “abismamiento” perpetuo.



Este nos impone el agrietamiento de nuestras propias entrañas transidas por dolores personales y por los sufrimientos de muchas personas absolutamente indefensas, que no hace falta seguir enumerando para que cobren existencia en nuestra vida. Ya sabemos –porque lo decimos y lo escuchamos hasta el cansancio– que la falta de educación de un pueblo ha detenido el pensamiento y la reflexión de muchas mentes, sobre todo de las desnutridas.

Todo esto, pasa delante de nuestras narices y nos hace parte corresponsable. Nos vamos dejando apretar y apocar por el desparpajo de quienes ganan dinero posicionando los temas en los medios y las redes, por la deshonestidad letal de quienes pretenden distraernos y por nuestros propios miedos paralizantes.

De pareceres y sensaciones

El “yo pienso”, el “me parece”, el “tengo la sensación”, los insultos y agravios y las diferentes maneras de participar con las opiniones de la inmediatez que atraviesan cualquier discurso y lo sitúan como verdadero, posible y deseable para algunos, no son ni más ni menos que la dictadura de las realizaciones personales por un momento de éxito como trending topic, que posterga el bien común y no hace más que servir a los intereses de los que nunca repartirán lo que ganarán con eso.

Situarnos como sujetos y no como “sujetados” significa –entre otras cosas– la responsabilidad de dejar muchas veces nuestras sensaciones o pareceres bien guardados, de dejar de opinarlo todo como si supiéramos, para pasar a la búsqueda genuina de una verdad que nos muestre que la justicia está del lado de los menos amados.

Y los menos amados son, sin duda, los millones de pobres y de indigentes que habitan nuestro suelo. Los menos amados son los que día a día sostienen la inequidad con su piel y en sus huesos.

Entonces, nuestros pareceres y sensaciones a través de las redes −que gestionamos desde la comodidad de nuestros celulares y oficinas− se vuelven monstruos de la indiferencia ante la realidad verdadera que está fuera. Así, propiciamos la violencia instruida, pero sorda por la que nos hacemos cómplices de todas las violencias, especialmente expandidas en boca de quienes hoy quieren un poder que no es el del servicio.

El Club Sin Tiempo

Hay una tendencia grave que se impuso de moda y creció en postpandemia y es la militancia de quienes se excusan en la falta de tiempo. En la misma medida que creció la famosa frase tenemos que aprender a escuchar, no hay tiempo para escuchar a las personas. No hay tiempo para acercarnos, para abrazarnos, para sonreírnos, para ese estar sin más que nos hace personas. No hay tiempo para escuchar un audio de más de tres minutos y menos ver un video y menos para una conversación telefónica que puede hacer mucho bien. ¿Hasta cuándo nos daremos el lujo de excusarnos en la falta de tiempo?

De manera personal y comunitaria, dentro de las familias y en los trabajos, en actividades de cualquier tipo, esto nos está sucediendo y no podemos parar a reflexionar y a dar un nuevo tiempo a quienes merecen y necesitan de eso tan valioso que es justamente nuestro tiempo.

¿Hasta cuándo estaremos afiliados al Club Sin Tiempo? Hay diversas razones y análisis que nos permiten ver las muchas causas de esto que nos pasa y podemos verlas y conocerlas. Pero en realidad, la única razón somos nosotros mismos.  ¿Qué tal si paramos para preguntarnos si queremos seguir perteneciendo a ese club que nos roba la existencia y nos hurta descaradamente el tiempo de los que amamos?

Participar comprometida y responsablemente de los cambios, nos impone la dignidad y el valor de amar más y más allá de mí, para salir a encargarme concreta y eficazmente de esos seres que están esperando fuera de las redes virtuales, pero encerrados en las redes de las cárceles actuales.

Ecología existencial

Sabemos y hasta recitamos de memoria algunas de las cosas que el Papa Francisco nos insiste en su manera de abordar una conversión ecológica integral a través de la Encíclica Laudato Si´. Así, estamos ante una tremenda y justa necesidad de entender y comprender que se nos hace urgente ser propiciadores inteligentes de una ecología existencial.

Porque lo que nos está fallando, lo que no estamos abordando con sinceridad y verdad, es que estamos ante la instancia crucial de remover algunos cimientos de nuestras creencias y mandatos, de nuestra “religiosidad” y “espiritualidad”. El Papa Francisco lo vio y llamó a un Sínodo. Nos puso a reflexionar sobre esto que no es nuevo, pero parece. En la era de la multidimensionalidad, de la red y los nuevos vínculos, en este tiempo complejo, es que estamos llamados a mirar simultáneamente desde adentro hacia afuera y viceversa. ¿Cuáles son las cosas que están quemadas y pegadas en el fondo de la olla y no somos capaces de limpiar?

Estamos dejando crecer cualquier opinión a favor de falsas creencias, de falsos personajes y de falsos profetas mesiánicos que invaden nuestras tierras desde un orden mundial ante el que no deberíamos claudicar tirando la pelota afuera de nuestras convicciones arraigadas en el Evangelio de Jesús y en la Doctrina Social de la Iglesia. Porque no es posible amar al prójimo como a sí mismo y perseverar en esta actitud, sin la firme y constante determinación de esforzarse por lograr el bien de todos y de cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos¹.

Estamos ante la posibilidad de seguir sumando catástrofes, pero negamos la realidad o nos es indiferente, o pasamos de largo porque no nos toca personalmente o no nos damos tiempos para reflexionar verdadera y justamente o compramos análisis gastados de los medios. 

La ecología existencial nos estaría sugiriendo que miremos más allá de nuestras propias narices y de nuestras comunidades y podamos entender de una vez y para siempre que la unidad en la sinodalidad es vital para encarar este momento histórico con una perspectiva reinocéntrica. Porque Dios es el Reino y el Reino es Dios. Más allá de toda estructura, de toda jerarquía humana, más allá de toda opinología de pasillo y de toda murmuración intraeclesial, está esperando el Reino, del que hablamos mucho. A veces demasiado.

Si no lo vemos y no lo hacemos, si no empezamos a actuar en lugar de opinar, seremos nosotros los encarcelados en la indigencia moral y la hipocresía, avalando la irresponsabilidad, la ceguera y la soberbia de quienes materialmente son los dueños del mundo. Los que hoy son los representantes de ideologías autoritarias y quienes nos imponen sus estilos atravesados por diversas ambiciones y por maneras de hacer política discursiva. Sin discernimiento sobre la realidad real y sin una ética proactiva.

Es por eso que ver el desastre existencial en el que estamos sumergidos y muchas veces inmovilizados, nos debe llamar a hacer más que el sólo declamar, al afuera más que a un intimismo personal que cautiva la voluntad con excusas varias, porque “Para la Iglesia, el mensaje social del Evangelio no debe considerarse como una teoría, sino, por encima de todo, un fundamento y un estímulo para la acción”².

Desde este fondo, Jeremías nos grita hoy “pero había en mi corazón un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía”.

Que nuestra alegría y esperanza profética se exprese en ese fuego abrasador que se desvive por abrazar y construir el Reino hoy.

 

¹ Juan Pablo II, Carta Encíclica Sollicitudo rei socialis, (1988) 565-566.
² Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus annus, (1991) 57