Tribuna

Cómo entrenar para ser apóstoles en camino

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Nuestros seminarios mayores, ¿cumplen hoy la misión de formar a los presbíteros y sacerdotes de una Iglesia “en salida” y sinodal? ¿Es el seminario de hoy capaz de armar y equipar las mentes y los corazones de los futuros pastores que necesita nuestra Iglesia en España?



Pongamos como ejemplo para esta reflexión la subida a una montaña alta con muchas laderas, como la Peña de Francia de mi tierra. Todos hablamos y reflexionamos desde una. Yo asciendo a esta montaña de mi reflexión desde la realidad de los seminarios de la Iglesia en Castilla. La escasez de vocaciones no es un accidente momentáneo, el escuálido músculo de las vocaciones al sacerdocio es un termómetro de esta poderosa marea que amenaza con llevarse todo por delante. Es esta situación una oportunidad para plantear una formación de corte no “clerical”, sino eclesial.

El título del Plan de Formación de Seminarios Mayores (PFS) ya es una declaración de intenciones: ‘Formar pastores misioneros’. No profesionales de lo sagrado. El descenso vocacional paraliza y bloquea a muchos agentes de pastoral; este es el talón de Aquiles de este PFS, que no podrá aplicarse de manera adecuada y eficaz por falta de materia prima. En este momento, nuestras comunidades formativas son muy débiles, y solo el reagrupar y unirse amortiguará el golpe. El PFS es una partitura bien hecha, sin rupturas con la praxis de siempre, pero sí introduce posibilidades para mejorar la formación de los sacerdotes del futuro.

Pequeños detalles

El gran reto de los cristianos es recuperar a Dios para la vida del mundo. Ser cristiano y ser cura es una luz encendida en el mundo para buscar a Dios en la niebla. Los sacerdotes que deben formarse en nuestros seminarios tienen que aprender a trabajar los ‘preambula fidei’, que hoy no solo son cuestiones filosóficas o metafísicas, sino cuestiones más sencillas, como una campana que tañe en una ermita o una pequeña parroquia, o en un barrio urbano, y un sinfín de pequeños detalles que aún pintan y dibujan el horizonte de lo “sagrado” y lo “divino” en el mundo.

Me gustaría pensar que nuestros seminaristas se convertirán en verdaderas luciérnagas (por cierto, estos mágicos insectos están en peligro de extinción) a las que se arrimen aquellos que se cansan de caminar en la niebla. El hombre sin vocación -lo decía un documento europeo sobre las vocaciones- es el gran nubarrón. Un hombre cerrado a la trascendencia: ni tiene quién le llame ni tiene ante quién responder. Nos urge transmitir y vivir con las nuevas generaciones de jóvenes una mística de esta renovación, una mística del encanto, del entusiasmo, en el sentido etimológico de la palabra: poseído por la divinidad.

La hora del seguimiento

El seminario debe entrenar para adquirir la “forma” de ser apóstoles en camino. Movidos por el Espíritu, más allá de voluntarismos, con docilidad de discípulo, el candidato debe leer su vida en clave apostólica. No estará nada mal recuperar para los nuevos sacerdotes esa cantinela del posconcilio, volver a la primera hora del seguimiento. En esta tarea apasionante, un elevado sentido de la responsabilidad tiene que sobrecoger a los formadores para encarnar este modo de vida.

No formemos funcionarios de lo sagrado, apegados a vestimentas y puntillas, que vuelven a tiempos pasados en sotanas y ornamentos, que gustan de formas caducas y fuera del mundo actual y de la esencial misión de la Iglesia. Preparemos para el instinto de apóstol que reconoce la oveja perdida, que barrunta las necesidades de la gente, que ama a aquellos a los que va a ser enviado. El puro funcionario, no el gran profesional, que de todo hay, hará muchas cosas bien, pero no se pringará, ni se “arremangará la sotana”, en palabras del Papa. Hay ejemplos de sacerdotes jóvenes apasionados y arremangados de verdad.

Una vinculación con nombres

Fue allí, en la cima del monte, donde el Señor nos concibió como apóstoles (cf. Mc 3, 13-15), y antes de llamarnos, en íntima oración, sopesó delante de su Padre sus (nuestros) nombres. El seminario cumplirá su misión si logra que los candidatos sean hombres que están enraizados en quien les llamó. Esta vinculación tiene nombres, ninguno sobra: diócesis (obispo), presbiterio, parroquias o comunidades encargadas, su tierra y sus gentes, y el mundo con sus luces y sombras.

El marco de esa vinculación es el celibato: el don de sí mismo para la misión, la vida entregada en totalidad. Pero este celibato se cotiza poco en la bolsa de las emociones, la “emocracia” triunfa. No hace mucho, un sacerdote de una ciudad española me comentó que varios seminaristas habían dejado el seminario mayor durante el verano anterior, porque no se imaginaban su vida para siempre en soledad y sin compañía en su cama. No es una simple anécdota, es un reto al corazón del ministerio. El celibato es un don y una gracia que se debe pedir y que se puede vivir imitando a Cristo célibe. Es el corazón indiviso el que debe ser configurado desde esta radicalidad evangélica, no hacerlo así es engañar a los candidatos al sacerdocio. (…)

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