Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

Un laico en la corte del rey Arturo (I)


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El fin de semana del pasado 17 de febrero participé en el Encuentro de Laicos sobre Primer Anuncio que se celebró en la Fundación Pablo VI de Madrid. Asistí en calidad de representante de CEMI, asociación de laicos a la que pertenezco.



No suelo asistir a encuentros de este tipo y, como aquel yanqui al que nos acercara Mark Twain y que se vio enredado en la corte de Camelot, me acerqué expectante, curioso y, no voy a negar que, algo escéptico. Como le ocurriera al ingenioso Hank Morgan, el fin de semana despertó en mí muchos interrogantes. Me animo a esbozar algunos de estos interrogantes con la intención de compartir líneas de reflexión que considero necesarias en este camino común en el que los católicos estamos inmersos.

Llegué al encuentro, y eso me pareció, un buen encuentro: un espacio donde ver caras nuevas, donde reencontrarte con caras conocidas y dónde disfrutar de la evidencia de que seguimos siendo muchos los que intentamos mantener vivo el mensaje de Jesús. El encuentro evidenciaba la riqueza de la diversidad en la Iglesia, diversidad de la que creo que es importante que tengamos conciencia, pues es una perspectiva sin la que sería imposible avanzar en esta propuesta sinodal a la que el papa Francisco nos invita.

Gestos para romper barreras

Los esfuerzos puestos por el equipo de trabajo que organizó el fin de semana se me hicieron más que palpables nada más llegar. Puedo imaginarme la cantidad de horas de trabajo que había detrás de cada cuidado detalle. Gracias a todos ellos.

Tomé asiento. Presentación de una jornada de laicos. La llevaron a cabo el nuncio apostólico en España y el presidente de la Conferencia Episcopal Española. Bien, dos buenas intervenciones, pero ¿no había ningún laico con capacidad para hacer la presentación del encuentro? Creo que al menos uno de los dos podía haber sido un laico, o una laica. Hubiera sido un buen gesto para hacer ver que la Iglesia da pasos acordes, no solo a los signos de los tiempos, sino acordes a su más nuclear magisterio, pues en este llamarnos Pueblo de Dios seguimos arrastrando una eclesiología del “pastoreo”, los unos por ser curas, y los otros porque nos resistimos a romper cordones umbilicales. En varias ocasiones, a lo largo del fin de semana, se habló del bautismo que nos significa como miembros de la Iglesia, y de cómo, en ese sacramento, reside nuestra dignidad de Hijos de Dios. Pero, añado, en ese sacramento reside también el sacerdocio universal de todos los fieles. ¿No hay entre los seglares españoles teólogos o teólogas, hombres o mujeres de fe, laicos y laicas encarnadas en sus realidades capaces de abrir un encuentro como este?

La guinda a esta percepción la puso la celebración del sábado por la mañana. Mientras el multicolor del laicado ocupaba gran parte del auditorio, en un rincón, una abundante representación del clero vestía sus albas blancas y sus estolas moradas. ¿No se perdió otra segunda oportunidad para no significarse, para disolvernos todos en un sentimiento compartido de pueblo en camino? ¿No son estas imágenes más propias del Levítico que del libro de los Hechos?

Creo en una Iglesia jerárquica, pero jerarquizada en torno al servicio, y no en torno a la diferencia, ¿no deberíamos comprender cada ministerio desde el fondo de su significado, y no en las formas que marcan estatus diferentes? ¿No podríamos haber dado un giro a la liturgia, y haber empezado nuestras intersecciones empezando por el pueblo creyente y terminando por el Papa? –sospecho que a Francisco le hubiera gustado la idea–. ¿Somos conscientes de lo que supone para muchas de nuestras hermanas creyentes seguir viviendo estas celebraciones cargadas de presidencia, presencia y esencia masculina? Si de verdad entendemos que la Iglesia precisa de un giro hacia la desclericalización, ¿no son los gestos una manera de romper barreras?

Conviene sacudirse el polvo.