La desesperanza y el miedo a los cambios


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Las primeras comunidades cristianas tenían muy claro que la propuesta de Jesús de Nazaret era completamente nueva, no se parecía a nada de lo conocido. Por eso con una audacia sorprendente se atreven a releer y reinterpretar todo lo que hasta ese momento era sagrado, y por lo tanto intocable. Siguiendo las enseñanzas del Maestro, Pedro, Pablo, Santiago y todos aquellos hombres y mujeres que en algunos casos eran muy poco instruidos, son capaces de romper con tradiciones como la del sábado o la circuncisión; son capaces de ofrecer una lectura diferente de los profetas y hasta de la Ley de Moisés.

¿Por qué tantos siglos después nos cuestan tanto los cambios? ¿Por qué ante la menor modificación que se pretende implementar en cualquier ámbito de la Iglesia las resistencias son tan grandes? ¿Nos preocupa el respeto de las tradiciones o nos falta audacia? ¿Queremos “conservar los valores recibidos” o, simplemente, estamos asustados y temerosos? ¿Será que sentimos amenazados algunos privilegios? ¿Por qué aquel grupo de pescadores, y esas mujeres de pueblos perdidos en las montañas, fueron capaces de dar vuelta la historia, y nosotros miramos perplejos como la historia pasa de largo ante nuestras narices?

Quizás convenga recordar que esos mismos discípulos del Maestro también conocieron el miedo y se encerraron aterrados sin saber qué hacer. Quizás sean tiempos para hacer memoria y volver a esos textos que nos dicen que “todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hc 1,14). Y que fueron ellos mismos los que estaban reunidos cuando “de pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban” (Hc 2, 2).

Comunicación con Dios

Es probable que recordando esos momentos en los que comenzó todo podamos mirar de otra manera estos tiempos desconcertantes que nos tocan a principios del siglo XXI. Tiempos en los que parece haberse cumplido la ya vieja profecía del irreverente Nietzsche: “Dios ha muerto”, y agrega “lo hemos matado”. (Cualquier parecido con lo que vivían aquellos discípulos en Jerusalén NO es mera coincidencia). Tiempos, los nuestros, para recordar que las crisis, tanto las personales como las de sociedades enteras, son momentos importantes de la comunicación con Dios, con ese Dios que se oculta, pero que vuelve de nuevo para aquellos que no dejan de esperar que hable una vez más.

En esta época en la que observamos desconcertados como las más altas jerarquías reconocen la existencia de “abusos sexuales, de poder y de conciencia” o de “ocultamientos de crímenes horribles”; muchos cristianos no desesperan y eligen permanecer unidos, dedicados a la oración, “en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos”. La historia de la Iglesia, y la de cada uno de nosotros, nos enseña que es precisamente en las horas oscuras cuando habitualmente Dios tiene una nueva palabra o, mejor dicho, otra palabra completamente nueva; que es entonces cuando se escucha “un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento”.

Pero no solo es necesario saber esperar “unidos en la oración”, luego habrá que atreverse comenzar otra historia, algo verdaderamente diferente. Los primeros discípulos lo aprendieron de los labios del Maestro: “Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande. Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!” (Mc 2, 21).