¿Ha visitado Dios a su pueblo?


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Es sabido que el año litúrgico se podría representar como una elipse con sus dos centros, que, juntos, responden al verdadero núcleo de la fe cristiana: la encarnación y la redención. A cada uno de esos núcleos le corresponde un tiempo litúrgico determinado: respectivamente, la Navidad y la Pascua, con sus consiguientes tiempos de preparación: el Adviento y la Cuaresma.



Casi todas las tradiciones religiosas han concebido, de una manera u otra, que los seres humanos no estaban solos, sino que Dios –o los dioses– los visitaban o estaban cerca de ellos. En el mundo de los mitos griegos hay uno, recogido por el poeta romano Ovidio (43 a. C. – 17 d. C.), en su obra ‘Las metamorfosis’ (VIII,611-724), que cuenta cómo Zeus y Hermes bajaron a la tierra disfrazados de mendigos y, en medio de una tormenta, pidieron alojamiento en una aldea de Frigia, pero nadie se lo proporcionó, excepto un matrimonio de ancianos llamados Filemón y Baucis.

Durante la cena, Baucis se percató de que aquellos hombres eran algo más que seres humanos, puesto que la jarra seguía llena de vino a pesar de las veces que había llenado sus copas, de modo que decidieron agasajarlos sacrificando al único ganso de que disponían. El ganso salió corriendo y se refugió en el regazo de Zeus; entonces los dos dioses comunicaron a los dos ancianos que pensaban destruir la aldea por haberles negado la hospitalidad. Zeus les pidió que subieran a un monte sin mirar atrás; cuando subieron y vieron su aldea destruida, Filemón y Baucis pidieron a Zeus y Hermes que les dejaran ser guardianes del templo en que se había convertido su casa, vivir todo el tiempo que fuera posible y morir a la vez. El mito acaba contando que, tras su muerte, Filemón y Baucis se convirtieron, respectivamente, en un tilo y un roble, cuyas ramas se inclinaban unas hacia otras.

El huésped se queda

Estamos ya a muy pocos días de la Navidad. Y la Navidad no es otra cosa que una visita de Dios. Pero no una visita cualquiera, de esas en las que, cuando llega a su término, el huésped se marcha a su casa, sino aquella en la que el mismo Dios decide quedarse definitivamente a formar parte de la historia de su pueblo, que somos nosotros.