Eutanasia y pena de muerte


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Creo que no he sido la única en experimentar el estremecimiento ante el horror tras leer un artículo que Mario Marazziti escribió en Avvenire. Como exvicepresidente de la Coalición Mundial contra la Pena de Muerte, el parlamentario italiano señaló que el medicamento dado a dj Fabiano Abdullah hace unos meses para asegurarle la muerte en una clínica Suiza, conocido como Pentobarbital, es el mismo que se utiliza para los condenados a muerte en Estados Unidos.

Ya esta confusión entre pena de muerte y la muerte voluntaria es preocupante, pero aún más inquietante es ver cómo se describe y evalúa la acción de esta droga en ambos escenarios. Si, como en el caso de Suiza, asegura una muerte dulce y feliz, cuando se administra en la prisión donde tiene lugar una ejecución, según la voz de las asociaciones que luchan contra la pena de muerte, la situación es bien distinta. La droga en sí ha sido cuestionada, tanto es así que las asociaciones en cuestión han solicitado su retirada a la compañía farmacéutica que la fabrica.

El objetivo de una muerte “limpia” no se ha alcanzado hasta hoy. Pero está claro que prepararán otras drogas y todo volverá a empezar. Por un lado, se asegurará una muerte “digna”, esa dignidad que el mismo nombre de la clínica suiza Dignitas quiere garantizar. Por el otro, se intentará confirmar la sospecha de que su uso no es condenable en sí mismo, sino a juzgar por los efectos en la víctima. Este juego de espejos impide ver la realidad y demuestra lo fácil que resulta la manipulación ideológica.

Esta situación fue anticipada por uno de los libros más recordados hoy: La muerte moderna, del sueco Carl-Henning Wijkmark. Aparecido en la década de los 70, se presentó como una novela de ciencia ficción y, muy rápidamente, se convirtió en un superventas. ¿El argumento? En el paraíso escandinavo del bienestar, sus líderes se dan cuenta de que, debido al aumento de la esperanza de vida, no pueden sostener la asistencia estatal de muchos ancianos y resuelven el problema con la eutanasia. Pero, para tener éxito, debe transformar la muerte, que por desgracia temían, en objeto de deseo, es decir, que sea “atractiva y deseable para que la demanda de la eutanasia sea espontánea”.

Nos dejamos convencer fácilmente de que se puede “comprar” una muerte fácil y sin dolor. Pero la realidad arroja dudas sobre esta certeza consoladora, aunque nadie lo quiera ver: la lectura de los artículos sobre estos dos escenarios –eutanasia y pena de muerte– generalmente lleva a pensar que son realidades profundamente diferentes. Y no solo porque uno sea voluntario y, el otro, involuntario.

Pero todo cambia si nos damos cuenta de que la sustancia es la misma y que el procedimiento es exactamente igual si se trata de una clínica suiza de lujo o de una prisión. No podemos continuar viéndolo como dos experiencias diferentes o pensar que, en alguno de los casos, la tortura tiene una versión digna. Especialmente hemos de ser conscientes de lo poco que sabemos acerca de la muerte, especialmente de cómo este proceso involucra aspectos más propiamente humanos –mente, psique, espíritu– y no solo el cuerpo en su materialidad.

Esta impactante comparación entre dos realidades tan diferentes y, sin embargo, tan profundamente similares, abre muchas interrogantes. Y sobre todo deja claro que la eutanasia es un camino equivocado y muy, muy peligroso.