Ese purgatorio llamado “diálogo”


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De diferentes maneras se expresa en nuestras sociedades una urgente necesidad de diálogo. Ya se trate de complejas situaciones políticas, de problemas familiares, de cuestiones laborales, la respuesta que se repite es la misma: hay que dialogar. Por momentos la palabra se replica tantas veces que se corre un peligro: el término se desvirtúa, en medio de tanta insistencia asistimos a un vaciamiento de su sentido profundo y de la seriedad del desafío que implica. ¡Hay que ponerse de acuerdo! ¡Hay que sentarse y hablar! Sí, como si fuera tan fácil. Hay que reconocerlo: el sencillo acto de sentarse a dialogar esconde dificultades insospechadas.

Quizás la mayor de esas dificultades radica en que nunca se sabe adónde puede conducir una conversación sincera y valiente. Avanzar por el camino del diálogo es atreverse a lo desconocido, lanzarse a recorrer un camino que por momentos puede convertirse en peligroso. Cuando sinceramente queremos avanzar en un encuentro en el que se hable a fondo determinada cuestión, el principal peligro al que nos exponemos es al de escuchar lo que no estamos dispuestos a oír. El otro, o los otros, pueden describir una situación determinada, de una manera completamente diferente a lo que para uno había ocurrido, u ocurre. Rápidamente la conversación puede convertirse en discusión, en ocasiones violenta. Habitualmente no estamos dispuestos a escuchar el mismo hecho contado de otra manera; o la misma idea interpretada de un modo diferente.

La percepción de la realidad

Algo en nuestro interior se inquieta y se irrita ¿Por qué es tan molesto que los otros vean las cosas de diferente manera? No es un tema menor. La situación está poniendo en duda la percepción que se tiene de la realidad. Experimentar que el otro, mirando lo mismo que nosotros vemos, vea otra cosa, describa otra realidad, genera perplejidad. Es muy perturbadora la idea de dudar de nuestra capacidad para ver la realidad. Por eso la reacción no suele ser muy “racional” sino que habitualmente es de irritación, algo nos molesta mucho y no sabemos decir qué es. Es tan fuerte la sensación que suele ocurrir que nos enoje y que la tentación de la violencia aparezca rápidamente.

El tema de la discusión pasa a segundo plano. Aquello que se esté hablando es menos importante. Lo decisivo son las reacciones que genera en cada uno la sola posibilidad de no estar percibiendo adecuadamente la realidad. El paso siguiente es la inseguridad y, mas en lo profundo, el miedo.

Quizás por eso, para algunos sea tranquilizador hablar de postverdad y navegar los océanos del relativismo. Quizás por eso vivimos en un tiempo en el que los que fabrican ansiolíticos no dan abasto y muchos otros necesitan sustancias más fuertes y adictivas. Parece que cualquier cosa es mejor que dudar de nosotros mismos y aceptar con humildad nuestras limitaciones.

Sí, necesitamos dialogar, pero es necesario recordar que el diálogo no suele ser una charla placentera, en muchas ocasiones se asemeja a un purgatorio en el que nos vamos liberando de falsas seguridades. Un purgatorio que nos salva del infierno en el que estamos, el infierno de la omnipotencia.