El zoom nuestro de cada día


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Ya se ha convertido en un lugar común decir que la pandemia nos ha cambiado la vida y que aún no sabemos la magnitud de esos cambios. Sin agendas ni pronósticos avanzamos a tientas por la vida. Entre los muchos cambios que estamos experimentando hay uno que se puede observar fácilmente: se ha modificado nuestra manera de comunicarnos.



Lo que no es tan evidente, aquello de lo cual quizás aún no hemos tomado conciencia, es hasta qué punto este cambio “en la manera de comunicarnos” transformará por completo nuestras vidas y la vida de nuestras comunidades.

La comunicación afecta lo más profundo del ser humano. De alguna forma “somos comunicación”: desde los primeros instantes de la vida hasta los últimos momentos, desde el seno materno hasta la agonía final, para los humanos la comunicación es tan indispensable como el oxígeno.

El tema es mucho más profundo de lo que imaginamos, no se trata solo de si vamos a recurrir al zoom, al teléfono, al mail, o al encuentro presencial; lo que está en juego es bastante más: detrás de la pregunta sobre el medio que quiero usar se esconde la verdadera cuestión, la pregunta ¿cómo me comunico? lleva implícita otra similar: ¿qué es “comunicarse”?

Algunos especialistas dirán que “comunicar” es “poner algo en común”, compartir algo que está en nuestro interior, permitir que eso que está en mí llegue hasta el otro. En ese sentido comunicarse es exponerse, ponerse afuera. ¿Me quiero comunicar, me quiero exponer? ¿Qué quiero comunicar? Vivimos tiempos de preguntas esenciales.

Una de las cosas positivas que está trayendo esta experiencia tan traumática que estamos compartiendo a nivel planetario es que ya no es momento para preguntas o respuestas superficiales, en especial en una comunidad como la Iglesia que, como sabemos, ella misma es comunión nada más y nada menos que a imagen de la comunión trinitaria. La cuestión de la comunicación tiene una centralidad y una importancia de la que finalmente deberemos hacernos cargo.

Conviene reconocerlo: mientras desde hace décadas en el mundo la comunicación humana es una cuestión central, en la Iglesia siguió siendo un tema marginal, algo que afectaba a los que se relacionan con los medios, con los periodistas, con los que ocupan de “esas cosas”. “Cosas” para algunos evidentemente insignificantes comparadas con lo que importa: el dogma, la moral, la liturgia, los sacramentos, la evangelización… ¿Perdón? ¿Acaso alguna de esas cinco cuestiones que acabamos de nombrar es ajena al tema de la comunicación?

La Iglesia es comunicación

¿Hacía falta una pandemia para que se pusiera la comunicación en el centro de la escena? Podemos decirlo de otra forma: ¿en plena pandemia vamos a distraernos hablando del zoom, o discutiendo sobre la transmisión de las misas por las redes y su valor “para cumplir con el precepto” o, finalmente, vamos a tomar conciencia de que la Iglesia también “es comunicación” y que según sea nuestra manera de comunicarnos estaremos construyendo diferentes proyectos eclesiales?

La pandemia, además de arrancarnos de muchas de nuestras seguridades, ha puesto en el centro de la vida de la Iglesia el tema de “la comunicación”, esa cenicienta marginada que hace mucho está esperando que pastores, teólogos, filósofos, y muchos más, se ocupen de ella con seriedad y profundidad.

No hay mucho tiempo para perder, cada uno debe asumir la responsabilidad que el corresponde. Urge recordar aquellas palabras que pronunciara el papa Francisco con ocasión de la Jornada de las Comunicaciones Sociales del año 2014: “Solo quien comunica poniéndose en juego a sí mismo puede representar un punto de referencia. El compromiso personal es la raíz misma de la fiabilidad de un comunicador”.