El silencio de Dios


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El ser humano aprecia mucho su libertad. De hecho, considera que es su don más valioso, lo que acredita su dignidad y le permite afrontar la existencia con un proyecto propio y racional. Sin embargo, se queja continuamente de que Dios no se manifieste de forma inequívoca, despejando las dudas sobre su existencia. No entiende que esa manifestación inequívoca sería incompatible con su libertad.



¿Nos hemos detenido a pensar con la suficiente claridad lo que significaría la presencia de Dios en el mundo como una evidencia más? ¿No sería como vivir permanente bajo una cámara de vigilancia capaz de penetrar hasta en los rincones más remotos de nuestra intimidad? Ya no hablaríamos de fe, sino de sometimiento a un poder que liquidaría nuestra autonomía moral y vital. Si Dios no se hubiera escondido, seríamos súbditos, no hombres y mujeres libres.

No nos abandona

Dios no nos abandona. Decidió compartir nuestro destino, encarnarse, caminar entre nosotros. La cruz no es el precio de la redención, sino la prueba de su solidaridad con el ser humano. La tortura, el desamparo y una penosa agonía se incorporaron a su experiencia con la encarnación. Dios no quería ese final. No envió a Jesús al matadero como si fuera un cordero. Su intención era enviar un mensaje de vida y esperanza.

En ‘Jesús. Una aproximación histórica’, José Antonio Pagola señala: «En ningún momento se dice en los evangelios que Dios quiere la “destrucción” de Jesús. La crucifixión es un “crimen” y una “injusticia”. ¿Cómo va a querer el Padre que torturen a Jesús? Lo que Dios quiere es que permanezca fiel a su servicio al reino sin ambigüedad alguna, que no se desdiga de su mensaje de salvación en esta hora de la confrontación decisiva, que no se eche atrás en su defensa y solidaridad con los últimos, que siga revelando su misericordia y perdón a todos».

El mensaje cristiano constituyó una innovación radical. Por eso se malinterpretó desde el principio. No se entendió que Dios asumiera la fragilidad humana y experimentara angustia ante la muerte, sudando gotas de sangre. Se prefirió pensar que la crucifixión era uno de esos holocaustos que exigían los dioses para aplacar su ira. El mito del dios que se inmola y es devorado circulaba por muchas culturas del Mediterráneo. Dionisos fue devorado y cocinado por los Titanes, que celebraron un banquete con sus restos.

La variación de un mito

Se pensó que la historia de Jesús era una variación de ese mito. De ahí que la Última Cena se transformara en una versión de ese festín mitológico. No se entendió que Jesús no invitaba a comer su cuerpo y beber su sangre, sino a compartir la mesa en una comunidad de iguales. Una comunidad o asamblea –ecclesĭa– donde ya no habría hombres y mujeres, judíos y gentiles, pecadores y justos, sino hermanos comprometidos con un mundo más justo y compasivo.

Urge desmitologizar el Evangelio para preservar su carga liberadora, combatiendo ese estéril clericalismo que el papa Francisco ha criticado tantas veces. Quizás el primer paso sería subrayar que Dios es Padre y Madre. Muchas de las confusiones que se han producido, degradando al Dios cristiano a mero ídolo que exige una servil adoración, surgen de las perversiones introducidas por la sociedad patriarcal, incapaz de reconocer en lo sagrado la dimensión femenina, con sus atributos de apertura, comprensión, acogida, delicadeza y ternura.

Si aceptamos que la libertad es el pilar de nuestra dignidad, entenderemos mejor el silencio de Dios. Dios es ininteligible sin la idea de límite. Su capacidad de trascender la muerte no implica un poder ilimitado. Dios está limitado por la autonomía del mundo y, especialmente, por nuestra liberad. ¿Por qué no intervino en Auschwitz? ¿Por qué consintió la matanza de Ruanda o las ejecuciones en Katyn? ¿Por qué no interrumpió la ignominia de la cruz? Si hubiera irrumpido en la historia, alterando su curso, el ser humano habría perdido su libertad.

El reverso del bien

Auschwitz es la cara más trágica de nuestra libertad, pero, si no existiera la posibilidad del mal, tampoco conoceríamos el bien. Probablemente, Dios se enfrentó a ese dilema. Eso que hemos llamado demonio no es un ángel caído, sino ese aspecto de la vida moral de Dios que fue sepultado por la determinación de obrar el bien. Que Dios tenga vida, historia, tentaciones, momentos de debilidad, nos desconcierta e irrita.

Nuestra perplejidad no está muy lejos de la decepción de Judas Iscariote. Todo sugiere que Judas no fue un personaje histórico. No obstante, su figura esclarece muchos aspectos de la historia de Jesús. Se le hizo cargar con la responsabilidad de la ejecución del galileo, propiciando un antisemitismo que ha llegado hasta nuestros días. La incipiente comunidad cristiana quería congraciarse con el poder romano, descargándole de culpas en la crucifixión de su fundador. Judas, una figura que en realidad representa al conjunto del pueblo judío, fue execrado y maldecido, mientras se atribuían unos improbables escrúpulos morales a Poncio Pilatos, al que con toda seguridad no le quitó el sueño enviar a la muerte a un judío más, como ya había hecho en otras ocasiones.

Judas no obra con malicia. Entrega a Jesús porque se siente decepcionado. Esperaba un Mesías invencible, un paladín que acabara con la ocupación romana y devolviera el esplendor perdido al pueblo judío. Era un estricto moralista y deseaba ser un buen discípulo, pero poco a poco se fue desengañando. Cuando Jesús entra en Jerusalén sobre un pollino, se convence de que es un impostor. ¿Es ese el rey al que obedecerán los pueblos, el que –según las profecías– aplastará el cráneo y las sienes de los enemigos de Israel? ¿El Ungido que liberará a los afligidos de la Tierra? ¿La luz de las naciones que levantará a las tribus de Jacob y restaurará el trono de Salomón?

¿Un farsante?

El galileo solo le parece un farsante. Un ser insignificante frente al poder de Roma. Su mensaje es peligroso. Crea falsas expectativas y utiliza en vano el nombre de Dios y los profetas. Su ataque al Templo le parece absurdo, pues solo alimenta la división entre los judíos. Un falso Mesías con rasgos de inofensivo bufón solo beneficia al poder imperial. La decepción de Judas es la decepción de todos nosotros cuando Dios no resuelve nuestros problemas.

Seguimos demandando el «deus ex machina» de la tragedia griega. Nos asusta pensar que Dios ha confiado a nuestra libertad la dirección de nuestras vidas, excluyendo las intervenciones que transformarían la historia en una grotesca pantomima. Proyectamos en Dios el anhelo infantil de un padre omnipotente, sin comprender que nos corresponde a nosotros decidir y asumir las consecuencias de nuestras elecciones. Somos los protagonistas de la Historia y los responsables de la Naturaleza. Nos cuesta aceptar ese hecho. Siempre es preferible permanecer en la niñez.

Muchas veces se habla del proyecto de Dios para el hombre o se invoca su voluntad para impugnar reformas como la posibilidad del sacerdocio femenino o el celibato opcional. Esta clase de razonamientos le dan la espalda a la teología negativa o apofática, según la cual sabemos lo que Dios no es (maldad, imperfección, injusticia), pero apenas conocemos lo que es.

Mayor de lo que imaginamos que es

En su ensayo ‘La luz en la oscuridad. Los agujeros negros, el universo y nosotros’, Heino Falcke, profesor alemán de radioastronomía y física de astropartículas en la Universidad de Radboud en Nimega, señala que «todo aquel que piense que sabe exactamente quién es o quién no es Dios obviamente no ha entendido lo que significa él o ella. De ahí que sea señal de una cognición profunda el hecho de que en la Biblia se encuentre un mandamiento de no representar a Dios mediante una imagen concreta. Dios no puede abarcarse en ninguna imagen. ‘Deus semper maior’; Dios es siempre mayor de lo que imaginamos que es».

Ateos y creyentes ignoran esta reflexión, caricaturizando a Dios como si fuera un espagueti volador o un anciano de barba blanca. Dado que somos materia que piensa, podemos aventurar que Dios, causa primera del cosmos, es una realidad personal y no una fuerza mecánica. «Dios no es algo, sino alguien», apunta Heino Falcke. Jesús nos revela el lado humano de Dios y su Creación. Nadie hasta ahora ha podido explicar el origen del universo a partir de la nada (en las hipótesis más minimalistas, se habla de espuma cuántica como estado previo a la gravedad, el espacio y el tiempo) ni ha logrado hallar una razón física que justifique su equilibrio («si la gravedad fuera más intensa, las estrellas colapsarían en agujeros negros; si fuera más débil, todo se dispersaría y se destruiría debido a la energía oscura»).

¿Jesús es la única forma de conocer la personalidad de Dios? ¿Qué sucede con el resto de las culturas? ¿Qué pasa con las civilizaciones extraterrestres, cuya existencia debemos presumir en un universo con diez mil millones de galaxias como la nuestra? Juan XXIII declaró: «Cuán pequeño sería Dios si, después de haber creado este inmenso universo, poblara en él únicamente al diminuto planeta Tierra. Ese no es el Dios que yo conozco».

Diálogo con la Creación

El cristianismo es uno de los diálogos que Dios ha emprendido con su Creación. Se puede decir lo mismo de otras tradiciones religiosas o incluso de lenguajes tan asombrosos como la poesía o la música. En otros planetas, habrán surgido otros diálogos, otras historias. Eso sí, todas esas peripecias estarán distorsionadas por el receptor, sea cristiano, judío, musulmán o extraterrestre.

El silencio de Dios no es un signo de indiferencia o abandono. Es el signo de que Dios ha reconocido nuestra mayoría de edad. Desgraciadamente, muchos de nosotros reaccionamos como Judas. Echamos de menos al Dios de los ejércitos, que puede separar el Mar Rojo y exterminar a nuestros adversarios. Ese Dios es un ídolo y una fuente de discordia. En su nombre, se han escrito las páginas más horribles de la historia. El Dios que calla, el Dios que nos anima a caminar solos, no quiso saber nada de ejércitos. Prefirió subirse a un pollino y cruzar las calles entre niños que celebraban su paso con ramas de olivo.