El mal radical: una fotografía de la Shoah


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¿Qué es el mal? En ‘La religión dentro de los límites de la mera razón’, Kant describe el mal como una desviación de la ley moral. Cita el ejemplo del comerciante al que no le causa ningún reparo engañar a sus clientes, pues la máxima que guía su conducta le incita a enriquecerse por cualquier medio. Kant no cree que el mal posea un carácter originario en nuestra naturaleza, sino sobrevenido.



Es fruto del cálculo. No se trata de una inclinación natural. Es algo que se aprende. Estricto moralista, advierte que vincular la ley moral al placer constituye un grave peligro, pues el deber no siempre es grato. Muchas veces implica sacrificios y renuncias. El mal se vuelve radical, diabólico, cuando se escoge libremente como principio regulador de nuestra conducta.

¿Apología de la debilidad?

La gran moral de Nietzsche se inscribe en esa categoría. En El Anticristo, leemos: “Los débiles y los fracasados deben perecer; esta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer. ¿Qué es más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacia todos los fracasados y los débiles: el cristianismo“. Más adelante, Nietzsche añade: “La compasión dificulta en gran medida la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Conserva lo que está pronto a perecer; combate a favor de los desheredados y de los condenados de la vida y, manteniendo en vida una cantidad de fracasados de todo linaje, da a la vida misma un aspecto hosco y enigmático”.

Nietzsche es una de las mejores plumas de finales del XIX, un escritor con una prosa deslumbrante y un ingenio asombroso para la metáfora y el aforismo. Amante de la música de Wagner y, más tarde, de Bizet, donde apreció la alegría dionisíaca de la cultura mediterránea, afirmó que, “sin música, la vida sería un error” y, realmente, su forma de modular el idioma es un alarde de sensibilidad musical.

Ese talento, quizás uno de los mayores de su tiempo en el terreno del ensayo, ha suscitado la adhesión de infinidad de lectores que se resisten a aceptar la miseria moral de su filosofía. Nietzsche jamás disimuló su desprecio por la herencia judeocristiana, a la que acusó de alumbrar una moral de esclavos. Quizás no era antisemita ni un nacionalista alemán, pero su exaltación del Volk frente al “monstruo frío” del Estado anticipa los planteamientos de Hitler.

El Estado como trampa

Nietzsche no critica el Estado totalitario, desconocido en su tiempo, sino el Estado de las benévolas monarquías centroeuropeas. En ‘Así habló Zaratustra’, atribuye al Estado “la muerte de los pueblos” y lo acusa de usurpar su lugar mediante la mentira. Nada le parece más obsceno que afirmar: “Yo, el Estado, soy el pueblo”. El Estado es “una trampa” suspendida sobre la conciencia de los pueblos, “una espada” que esgrime “cien concupiscencias”. Frente a los burócratas y políticos que aniquilan a los pueblos, se alzan los grandes espíritus que forjan el alma de una nación, insuflándole “una fe y un amor”.

No es simple patriotismo, sino un “servicio a la vida”. Los burócratas y los políticos utilizan “la palanqueta del poder” para conseguir “mucho dinero”. Nietzsche se mofa de su ambición con unas palabras que evocan los tópicos sobre los judíos: “¡Vedlos trepar, esos ágiles monos! Trepan unos por encima de otros, y así se arrastran al fango y a la profundidad”.

Hitler mostró el mismo desprecio por el dinero que Nietzsche. En ‘Mi lucha’ deplora que en la Europa de la posguerra del 14 “la economía había llegado a convertirse en el árbitro del Estado; el factor dinero era el dios a quien todo el mundo tenía que servir doblegándose”. Frente a la idolatría del dinero, Hitler invoca “el espíritu heroico”, advirtiendo que se avecina una “hora crítica”.

Exaltación de la raza

Cuando elogia al pueblo frente al Estado, Nietzsche no se refiere a la clase trabajadora, sino a la raza, la lengua y el carácter nacional. Su llamada a luchar contra el Estado se parece extraordinariamente a ese pueblo movilizado al que se dirigen los nazis, alimentando su ‘hybris’. En ‘Mi lucha’, Hitler expresa esa idea con absoluta y precisa nitidez: “Amor ardiente para mi patria austro-alemana y odio profundo contra el Estado austríaco”.

Hitler repudia “el principio democrático de la masa” en nombre del “precepto aristocrático de la selección”, que basa la legitimidad en la excelencia y no en la decadente y estúpida mayoría. Entre las personas y las naciones, siempre debe prevalecer lo superior sobre lo inferior. Es el mandato de la naturaleza. Esta norma conduce necesariamente a la hegemonía de uno solo, ese jefe, líder o conductor al que se le reconoce una autoridad absoluta. Solo él comprende que el orden natural debe ser preservado a cualquier precio. La sociedad debe imitar a la naturaleza, destruyendo lo débil, frágil e imperfecto.

En Nietzsche, nos topamos con argumentos similares. En ‘La gaya ciencia’ escribe: “El odio, el placer de destruir, el deseo de rapiña y de dominación y todo lo que en general se considera malvado pertenece a la asombrosa economía de la especie, a una economía indudablemente costosa, derrochadora y, por línea general, prodigiosamente insensata; pero que puede probarse que ha conservado a nuestra especie hasta hoy”.

Una lucha eterna

Nietzsche y Hitler convergen en la interpretación de la vida como una lucha permanente entre lo inferior y lo superior. Como sostenía Heráclito, la guerra es padre y rey de todo. Sin sus estragos, el mundo se corrompería y triunfarían lo débil y enfermizo sobre la salud y la fuerza.

¿Qué es lo débil y enfermizo? Para Nietzsche, cualquier doctrina igualitaria: cristianismo, democracia, socialismo, feminismo, sindicalismo, pacifismo. Hitler asume esa perspectiva y la condensa en la figura del judío, supuesto creador de la usura, el bolchevismo y el arte abstracto. La rampa de Auschwitz es una creación de Hitler, pero Nietzsche ayudó a prepararla. Por supuesto, ambos lo hicieron en nombre de una moralidad superior. Invocar la moral para justificar lo abominable es la peor expresión del mal radical.

Kant describe ese proceder como “la mancha pútrida de nuestra especie”. Detrás de esa postura, hay una falsedad, una impostura. Engañamos a los otros, pero también a nosotros mismos. Sin embargo, la voz de la conciencia, ese ‘faktum’ tan inexplicable como persistente, irrumpe, recordándonos que nos hemos desviado de la ley moral. Para acallarla, recurrimos a la mentira y el eufemismo.

Eufemismos de la dictadura nazi

Es lo que hicieron los nazis. En ‘LTI. La lengua del Tercer Reich. Apuntes de un filólogo’, Victor Klemperer analiza los eufemismos de la dictadura nazi para referirse a sus políticas genocidas. En vez de hablar de ejecuciones en masa, se utilizó la expresión “tratamiento especial”. Para las desapariciones forzosas se adoptó un término obscenamente lírico: “Noche y niebla” (“Nacht und Nebel”). En la Conferencia de Wannsee, uno de los momentos más abyectos de la historia de la humanidad, se acordó el exterminio de los judíos europeos, pero en las actas se anotó el eufemismo “solución final” (“Endlösung”).

A veces es necesaria una imagen para comprender la monstruosidad de un crimen. La ‘Shoah’ (que se puede traducir como ‘la Catástrofe’) ha sido documentada por infinidad de fotografías. Joseph Goebbels ordenó que 15.000 fotógrafos recogieran escenas de la persecución de los judíos, una medida que generó cerca de cuatro millones de negativos. Sin embargo, se prohibió fotografiar las ejecuciones.

Algunas imágenes burlaron esta prohibición, llegando hasta nosotros. Apenas una decena. La historiadora estadounidense Wendy Lower descubrió en 2009 una fotografía exhumada en un archivo de Praga y que había llegado hasta el Museo del Holocausto de Washington. Realizada en Miropol, Ucrania, el 13 de octubre de 1941, muestra el instante en que una mujer recibe los disparos a bocajarro de dos voluntarios ucranianos. Situada al borde de una fosa, sostiene con una mano a un niño y, entre sus faldas, esconde otro; presumiblemente, sus hijos.

Fusilamiento en Miropol

Los ejecutores sonríen

Dos soldados alemanes –soldados de la Wehrmacht y no de las SS– supervisan complacidos. Hay un testigo civil. Los ejecutores sonríen, evidenciando la satisfacción que les produce su crimen. No disparan a los niños para ahorrar munición. La madre les arrastrará en su caída y, con suerte, se asfixiarán entre los cadáveres. Si no es así, serán enterrados vivos. Una nube de polvo blanco refleja los disparos, ocultando el rostro de la víctima. Se trata de una fotografía clandestina realizada por el soldado eslovaco Lubomir Skrovina.

La ejecución no es perpetrada por los Einsatzgruppen, escuadras creadas por Reinhard Heydrich para asesinar judíos, gitanos y comunistas en el frente soviético, sino por voluntarios que se han unido espontáneamente a las tareas de exterminio. Nadie les obliga. No cumplen órdenes. Piensan que hacen lo correcto, como Eichmann, el supuesto nazi “banal” (Hannah Arendt) juzgado y ejecutado en Jerusalén, pero que en realidad actuaba con una firme convicción antisemita.

Durante la “Operación Barbarroja” (de nuevo un eufemismo para designar la invasión de la Unión Soviética), alrededor de dos millones de judíos y gitanos fueron exterminados mediante fusilamientos en masa.

¿Es posible el perdón?

¿Hay posibilidad de perdón o redención para los asesinos de la fotografía tomada en Miropol? ¿Cabe la absolución moral para los hombres que disparan contra una madre y arrojan a sus dos hijos a una fosa común, donde se asfixiarán con enorme sufrimiento? Comentando los experimentos médicos de los nazis con los niños deportados a los campos de exterminio, Claudio Magris afirma que no. La misericordia de Dios es infinita, pero no puede prevalecer sobre la justicia. Si no fuera así, habría que admitir que sus juicios están contaminados por la arbitrariedad o el capricho.

El teólogo Johann Baptist Metz sostiene que no todo es redimible. Si fuera así, se suprimiría la responsabilidad histórica y moral, y las víctimas inocentes sufrirían un nuevo agravio. Los nazis eligieron libremente asesinar a millones de personas. Que lo consideraran justo solo es la confirmación de que su crimen se inscribe en lo que Kant llamó “mal radical”. Auschwitz es una horrible mancha en la historia del ser humano. Vladimir Jankélévitch sostuvo vigorosamente que se trataba de un crimen imperdonable, imprescriptible e inconmensurable.

No era la primera matanza de la historia, pero sí la primera que había utilizado la tecnología industrial para asesinar a personas no ya por sus actos, sino por lo que eran. Se había intentado rectificar y definir la condición humana, excluyendo a millones de hombres, mujeres y niños.

Pedagogía de la vida

La fotografía de Miropol perdurará en mi mente como ejemplo del mal radical. Ahora que una adolescente ha adquirido una efímera e inmerecida notoriedad por sus declaraciones antisemitas durante un homenaje a los voluntarios de la División Azul en el Cementerio de la Almudena de Madrid, convendría que esa clase de imágenes, a pesar de su dureza, se exhibiera en los centros de enseñanzas medias para educar a los más jóvenes en una pedagogía de la vida donde se subrayara que la dignidad humana es un bien sagrado e innegociable.