Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

El Desovillador (con mayúscula)


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A veces mi madre me pregunta si no tengo problemas para saber dónde estoy cuando despierto. Hay temporadas en las que el movimiento y la actividad es de tal calibre que mi madre no es capaz de seguirme la pista por la geografía española y le sorprende que yo misma pueda ubicarme cuando amanezco y saber por qué lado de la cama tengo que salir en cada ocasión. No es en tan frecuente como parecería, pero es verdad que durante este tiempo pascual las actividades se me han concentrado y, como a muchos os sucederá también, estoy deseando disfrutar con calma de las rutinas cotidianas y de los placeres sencillos, como arrellanarme en el sofá mientras decido qué película veo o en qué libro me sumerjo por puro placer inútil. Junto a este deseo de rutinas, las épocas de ajetreo también reclaman una serenidad que permita posar lo vivido, rumiar experiencias y retomar lo que quizá la rapidez ha hecho pasar desapercibido.



Como los discípulos de Emaús

Se requiere tiempo, que es lo que menos tenemos y lo que siempre vamos apurando, para poder digerir las vivencias, especialmente cuando estas son muchas, diversas y contradictorias. Es lo que parece que les sucedía a esos dos discípulos decepcionados, que regresaban desde Jerusalén después de ser testigos de cómo se habían desplomado ante sus ojos las expectativas, ilusiones y anhelos que habían volcado en ese Galileo al que habían crucificado (cf. Lc 24,13-35). Como a ellos, a todos nos viene bien distanciarnos, incluso físicamente, del lugar en el que todo sucede, narrar ante otros las propias decepciones, dejarse cuestionar por miradas diversas y abrirse a una nueva interpretación de los acontecimientos.

Quizá nuestro problema no sea nuestro ritmo frenético de vida, sino la dificultad que encontramos para aquello que, sin prisa, va situando las piezas de nuestros puzles y permitiéndonos intuir la imagen que se esconde detrás de todo. Es probable que no dure mucho la serenidad en medio de la actividad y que, en muchas ocasiones, yo misma siga dudando de dónde estoy cuando suena el despertador, pero ojalá encuentre siempre esa Palabra, con mayúscula, que es capaz de encender las brasas del corazón y otorgar sentido y hondura a toda avalancha de encuentros, palabras, rostros y sensaciones que se nos van acumulando y requieren que el mismo Resucitado las desoville y ordene.