Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 45: el buque hospital ‘Mercy’


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Hoy es domingo y amanecemos tomando conciencia de que el Covid-19 se ensaña con las ciudades de Guayaquil, Manaos, Tijuana y la peruana Iquitos en nuestra amada Latinoamérica, la comunidad en la que todo cariño se nos hace corto. El jesuita Paulo Tadeu denuncia el abandono a que están expuestos los nativos amazónicos frente a la pandemia que azota Manaos. Encontramos en la prensa imágenes de nuestra querida Guadalajara -donde tantos amigos nos han acogido- donde están abriendo una multitud de tumbas para acoger a los que esperan perder.



A la vez, tenemos que volver de nuevo la vista a China, donde, en la ciudad norteña de Harbin, tienen un nuevo brote de Covid y medio centenar de contagiados graves en un hospital. Harbin significa “el lugar para secar las redes de pescar”, es una localidad de cinco millones de habitantes conocida como “la ciudad de hielo” y también como “la perla en el cuello del cisne”. La geografía del mundo cobra un relieve emocional y compasivo, con lugares que antes no tenían un lugar en nuestro corazón. No podemos olvidar tampoco Teherán donde se recrudece la pandemia. Desde 2019, el Covid no deja de dar vueltas al planeta. ¿Es que nuestro corazón debe tener impreso el mapamundi? ¿No puede dejar de tener nuestro corazón esa sensibilidad del sismógrafo? ¿No puede buscar un búnker donde refugiarse y descansar?

La caja fuerte

Quizás pensamos alguna vez que, conforme nos hiciéramos mayores, el corazón tendría menos vaivenes, sería una ciudad segura con todos sus habitantes reunidos, sería como una fábrica trabajando a piñón fijo para nuestro mundo que tanto esfuerzo hemos empleado en construir. Un corazón más invulnerable a las heridas, que ordena su circuito cerrado de sentimientos, que rinde manso como un buey arando en el paraíso que hemos confinado para él. Todos entenderíamos que el corazón fuera buscando con los años su castillo, que lo protejamos en una armadura. Conforme maduramos, podríamos creer que el corazón tiene que parecerse a una caja fuerte con su código secreto. Su sed nos incomoda porque ya no tiene una vida por delante para conseguirlo todo, sus anhelos nos molestan porque pudiera parecer que no hemos sido capaces de conseguir lo que un triunfador debe.

El buque hospital Mercy en la costa de Los Ángeles

El buque hospital Mercy en la costa de Los Ángeles

Y, sin embargo, el corazón sigue saliendo de aventura, se nos escapa en cuanto puede a atender a gente que no es de nuestra tribu. Salta las vallas, se juega la vida, se ilusiona como un niño, es como el indomable corcel Spirit (película de Kelly Asbury y Lorna Cook, en 2002, para Dreamworks). El corazón sabe que no le quedan todos los años por delante, pero cree que lo que queda es todo vida por delante. Se quita las armaduras, es fácil saber su número secreto (y su WhatsApp) y se empeña en vivir a corazón abierto.

Encerrarnos en nuestro duelo

Todo el planeta entendería que ciudades como Wuhan, Bérgamo, Madrid o Nueva York se lamieran ahora sus heridas. ¿Quién va a reprocharnos que nos dediquemos ahora al duelo y a reconstruirnos, después de haber vivido Madrid a 14 muertos por hora? ¿Por qué abrir nuestra mirada y buscar sentir con el mundo en sus partes más heridas? ¿Por qué querer vivir a corazón abierto en vez de protegerlo? ¿Por qué el corazón se convierte en uno de esos buques hospital que viajaron para amarrar en los puertos de Los Ángeles o Nueva York, con nombres como Misericordia o Consuelo, Mercy o Comfort? Tenemos el alma llena de víctimas a diez minutos de donde vivo -Hospital La Paz, Hospital Ramón y Cajal, Morgue del Donut y el Palacio de Hielo-. ¿Quién pediría que ahora abriera el corazón a otros lugares en vez de lamer nuestras propias heridas? ¿No entenderían nuestros amigos Carolina de Colombia, Andrés de México, Chuco de Ecuador, Miriam de Paraguay, Pilar de Paraguay, Carlos de Argentina, Loreto de Chile y tantos otros, que ahora cerráramos la puerta de nuestra casa y nos dedicásemos a llorar sin más?

Encuentra mucho sentido lo que escuchó aquel vecino de Cafarnaún que dijo a Jesús: “Te seguiré, pero déjame primero ir a enterrar a mi padre”. Jesús respondió, y a todos les parecería un exabrupto: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos“. (Exabrupto: “Dicho inesperado o brusco que se manifiesta con viveza”). Un minuto antes le había dicho a un letrado que no tenía madriguera ni nido donde descansar. Justo después de dejar al pobre vecino dándole vueltas a su cabeza con muertos que entierran muertos, Jesús se fue a una barca para cruzar el mar de Galilea y entonces sobrevino la famosa tormenta del coronavirus donde todos estamos en la misma barca (Mt 8).

Permitidme que hable con esta libertad de Jesús, porque sé que esto sirve para creyentes y no creyentes, os agradezco vuestra tolerancia, que os pueda hablar de corazón tal como siento, vivo y pienso. Quizás aquel vecino de Cafarnaún no había creído nunca en Dios, pero sí en ese Jesús al que inmediatamente antes acababa de escuchar en el monte: “No juzguéis y no seréis juzgados. Buscad y encontraréis, porque a quien llama se le abre… Entrad por la puerta estrecha, por el pequeño sendero…” (Mt 7). Buscad, llamad, entrad, caminad… Este Cristo no para. ¿No puede quedarse el alma quieta de una vez por todas? Pues no: no la dejemos ser un muerto enterrando muertos.

La Revolución de los Claveles

Muertos… Mi amiga Gema ha recibido este pasado viernes las cenizas de su padre Tomás, que murió en Madrid, fue incinerado en Ferrol (a 605 kilómetros) y en el cementerio de Móstoles le dieron la urna a ella y su marido Paco. Les atendió una joven, quien, con mucho respeto y delicadeza, les dio junto con la urna dos claveles rojos, que son el símbolo del amor y representaban a Gema y su padre. Casualmente, ayer fue el aniversario de la Revolución de los Claveles. Gema le dio las gracias a la joven: “Gracias por tu labor, debe de ser duro estar atendiendo a tantas personas a las que ha alcanzado el coronavirus”. Ella respondió: “También a mí me ha alcanzado”. Ella también había perdido a un ser muy querido. Pese a ser un cementerio desbordado (ha tenido que alquilar cinco camiones frigoríficos para almacenar cadáveres), no pierde la ternura y paz de recibir a cada familia como si fuese la única.

La chica de Móstoles es como uno de esos fossores de las catacumbas romanas, que ayudaban a enterrar a los finados. Incluso hay una orden religiosa llamada los Fossores –los Hermanos Fossores de la Misericordia-, que se dedica a cuidar con respeto y ternura el enterramiento de los difuntos, acompañar y consolar a los familiares y amigos. Viven en comunidad junto al camposanto, para poder también cuidar las tumbas y nichos de aquellos a quienes no va nadie a visitar. Esa chica que atendió a mi amiga Gema, la fossora de Móstoles, no se ha encerrado en su duelo, sino que cuida del de los demás, en el posiblemente lugar más duro del frente de toda la pandemia. Y además es probable el contagio, hay un alto porcentaje de personal funerario contagiado con Covid-19. Los trabajadores funerarios siguen trabajando sin descanso, con hornos crematorios funcionando las 24 horas, asistiendo, uno tras otro, a profundos dramas de dolor por una doble duelo de perder a un ser querido y no poder despedirlo bien. Y, sin embargo, la joven de Móstoles atiende a Gema compartiendo y abriendo su corazón. Hay en esa ternura otra Revolución de los Claveles…

‘Winter comes’…

Ayer hablaba con Gema y conversábamos sobre la pandemia en el mundo, su corazón sigue abierto. ¿No ha sufrido ya mucho nuestro corazón como para pedirle que esté atento a esas queridas ciudades de las Américas? Nuestro corazón a veces es como el mirlo del pino que hay en mi ventana y se pasa la mañana tranquila cantando con sus amigos; otras veces es el buey que late horas bajo el yugo para arar y también es la golondrina de Oscar Wilde -la amiga del Príncipe Feliz- que va de casa en casa -aunque todos se dicen que viene el invierno debería buscar el cálido descanso del Nilo-. ‘Winter comes’…

Viene el invierno, sí. El pasado 9 de abril, la directora del FMI -la socióloga y economista búlgara Kristalina Georgieva-, corrigió todos los pronósticos y anunció que el planeta ha comenzado una Gran Depresión, posiblemente más dura que la de 1929. Una pandemia y una depresión económica juntas forman un imán que puede atraer más catástrofes como la guerra, el hambre, las divisiones… Es heno ardiente para los cuatro Jinetes del Apocalipsis. Solo la solidaridad de una Humanidad unida, solo una ciudadanía mundial fraterna y activa, solo si nos activamos como cuerpos de paz y justicia, podemos evitar lo peor. No hay trinchera ni búnker donde un corazón humano pueda esconderse, solo a campo abierto va a estar seguro de que no se petrifica.

Mercy Ships

Jesús no es agotador, pero invita a vivir cada día con el corazón más abierto y acogedor como un buque hospital, que siempre llevan en su costado una gran cruz roja. Los acuerdos internacionales establecen que esos buques ya no pueden ser usados nunca para la guerra, han “desaprendido la guerra” -como la inspirada canción de Luis Guitarra-. Solo rescatan náufragos, tratan enfermos, curan heridos allí donde haya dolor. Ojalá mi corazón no pudiera ser usado ya más para el combate, para mí no es fácil.

Hay una ONG que precisamente se llama Mercy Ships. Su lema es “Trascendiendo fronteras, cambiando vidas”. Es una organización ecuménica. En su página web explican quiénes son. “Misión: seguimos el modelo de Jesús que tiene 2000 años de historia: llevar esperanza y sanación a los pobres olvidados. Visión: los Barcos de la Misericordia usan los buques hospital para transformar vidas y servir a los pueblos, ambas cosas a la vez. Valores centrales: deseando seguir a Jesús, buscamos amar a Dios, amar y servir a los otros, ser gente íntegra, esforzarnos por alcanzar la excelencia en todo lo que decimos y hacemos”.

En Mercy Ships son más de 1.300 voluntarios (médicos, enfermeros, auxiliares, tripulación, educadores, etc.) que operan en 50 países cada día, en naves que llevan nombres como “Misericordia Global”, “Misericordia de África”, “Anastasis” (que significa “Transformación radical”), “Misericordia del caribe” y “Buen Samaritano”.

Esperanza del Mar

El buque hospital ‘Mercy’ de la Marina estadounidense nació en 1976 en San Diego (California) para ser un superpetrolero (otros nacemos para otras profesiones y destinos en la vida), pero ocho años después se convirtió en un buque hospital con mil camas para enfermos. Setenta mil toneladas lleno, 273 metros, velocidad de 17 nudos, lleva un helicóptero, 12 quirófanos, 80 camas de UCI, también una morgue en su bodega. Menciono estos datos porque le dan cuerpo y personalidad en nuestra imaginación. Ha servido en el Golfo de Persia -donde también curó a prisioneros de guerra-, a las víctimas del Boxing Tsunami de 2004 en Tailandia y del tifón Haiyan en Filipinas en 2013. Ahora, a las víctimas del coronavirus en Los Ángeles.

El buque hospital Comfort

El buque hospital Comfort en Nueva York

En España tenemos dos buques hospital. Uno se llama “Juan de la Cosa”, que es el nombre del cartógrafo que dibujó por primera vez América en un mapamundi. El otro buque hospital se llama “Esperanza del Mar”. Ambos asisten a la flota pesquera, a marinos de toda nacionalidad -especialmente de países empobrecidos- y a migrantes náufragos que navegan por tanta agua que nos rodea. Los dos fueron construidos en el astillero asturiano IZAR, en Gijón.

Corazón de buque hospital

Os contamos hace tiempo que nuestro amigo el jesuita Seve Lázaro sufrió el coronavirus al comienzo de la pandemia. Normal, porque siempre está en el popular barrio de Ventilla (barrio muy popular, que el coronavirus ha machacado especialmente con una mayor mortandad) con inmigrantes, familias vulnerables, yendo en su patinete por toda la Unidad Pastoral. Luego escribió un luminoso texto titulado “Víctima y testigo” que nos hizo profundizar a todos. Lo ha pasado mal, ha sido como un accidente de coche que luego te exige recomponerte, porque el Covid-19 es una lucha cuerpo a cuerpo con el virus. Duele y cansa. Mi hermana Montse tiene ahora un fuerte dolor dentro del pecho, ha sido un combate hecho “todo a pulmón”, como la canción de Alejandro Lerner.

Ayer, Seve presidió al final del día la misa por YouTube de las 8:05 desde la madrileña parroquia de San Francisco de Borja. En vez de hablarnos de su dolor, de su confinamiento, de su encierro, nos habló de vivir abiertos al mundo, estar atentos a la Tierra, entrar en el corazón de la Humanidad, estar bien informados, no encerrarnos en nuestro dolor porque solamente la misericordia cura las heridas.

Y pensé en ese momento que Seve era como uno de esos buques hospital. Pensé que el corazón de cada uno de nosotros debía ser un buque hospital amarrado el puerto o periferia de la ciudad y del mundo. Ojalá pueda, como Seve, ser un buque hospital para los más pobres, las personas sin hogar, recién llegados sin papeles y gente con el corazón roto. El papa Francisco siempre nos invita a ser hospital de campaña. Ahora alcanza otro significado todavía mayor para todos nosotros. Ojalá mi corazón sea un buque hospital, ojalá cupieran no solo mil enfermos, sino que pudiera acoger a los doloridos del mundo. Ojalá pueda vivir a corazón abierto, ojalá pueda vivir con el corazón en la mano sin miedo a que lo rompan, sin miedo a darlo. Nuestros corazones quieren ser buques hospital llamados Misericordia, navegando por todos los mares del mundo.

Oh, Domingo…

No sé, quizás me sale todo esto porque hoy salen por primera vez en 45 días los niños a la calle y el corazón se nos hace niño a todos. Quizás nombro a tanta persona concreta en este diario porque los domingos por la mañana el mundo se llena de gente amiga. Quizás digo todo esto porque es domingo y es el Día del Señor y todo eso, y acabo de escuchar esta mañana la canción Domingo de Silvio Rodríguez, que tanto he cantado con mis amigos Javier y Menchu, y dice…

“Domingo, taller donde el sol puso residencia,

amor que sigue haciendo de herramienta

y ensancha las ventanas y las puertas…

Domingo, como si la sed humana no supiese de fronteras.

¡Oh, domingo!

Domingo, verás crecer la vida de mis manos

Cuando acaricie el sueño que yo amo

Y el tiempo sea un domingo enamorado”.