Auschwitz y el silencio de Dios


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¿Por qué consintió Dios el espanto de Auschwitz? ¿Se puede seguir diciendo que es bueno y omnipotente después de un crimen tan horrible? Hans Jonas, filósofo alemán de origen judío, intentó contestar a estos interrogantes en el breve ensayo ‘El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía’. Se conoce fundamentalmente a Hans Jonas por ‘El principio de responsabilidad’, un ensayo sobre filosofía moral publicado en alemán en 1979 y en 1984 en inglés.



Preocupado por el impacto de la tecnología en el planeta, Jonas formuló en esa obra un nuevo imperativo que no ocultaba su deuda con Kant, reclamando el cuidado de la naturaleza para que las futuras generaciones pudieran heredar la tierra en todo su esplendor: “Obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la tierra”.

Concepción unitaria del hombre

En ‘El fenómeno de la vida’, aparecido en 1966, añadió que el ser humano es una realidad material y moral, lo cual significa que su condición biológica es indisociable de su dimensión espiritual. El dualismo provoca un desgarro cosmológico y existencial, pues reduce lo humano a algo inerte y pasivo. El famoso “yo pienso, luego existo” desvitaliza la existencia del hombre, convirtiéndole en un accidente de la evolución. Ese planteamiento propicia la caracterización de lo humano como una cosa que puede ser manipulada mediante la tecnología. Frente a esa perspectiva, Hans Jonas propone una concepción unitaria del hombre, que espiritualiza su faceta corporal, reconciliado el alma con la biología. El nihilismo, el gran mal de nuestro tiempo, nos aísla de la naturaleza, esa casa común que todos debemos cuidar, y banaliza lo humano, negando su trascendencia.

Hans Jonas nació en el seno de una familia judía el 10 de mayo de 1903 en Mönchengladbach, una ciudad del estado federal de Renania del Norte-Westfalia, Alemania. Estudió filosofía y teología en Friburgo, Berlín y Heidelberg. Se doctoró en Marburg con una tesis sobre san Agustín. Fue discípulo de Martin Heidegger y Rudolf Bultmann. Durante sus años universitarios, conoció a Hannah Arendt, que se convirtió en una de sus amigas más queridas y con la que mantuvo una estrecha relación el resto de su vida. Jonas rompió con Heidegger cuando este se afilió al Partido Nazi, lo que le llevó a preguntarse si su filosofía no albergaba ideas incompatibles con la dignidad humana y la fraternidad entre los pueblos.

Lucha contra los nazis

En 1934 abandonó Alemania y se estableció en Palestina. En 1940 regresó a Europa, integrándose en una brigada de judíos alemanes del ejército británico. Combatió en Italia y Alemania, logrando cumplir su promesa de volver a su país natal como soldado de los países que se había aliado para acabar con la dictadura genocida de Hitler. Cuando regresó a la ciudad donde había nacido y descubrió que su madre había sido asesinada en Auschwitz, decidió marcharse de Alemania e instalarse definitivamente en Palestina. Luchó en la guerra árabe-israelí de 1948. El resto de su vida transcurrió entre Jerusalén, Estados Unidos y Canadá, impartiendo clases en distintas universidades. Murió en Nueva York el 5 de febrero de 1993.

Hans Jonas sostenía que el ataque contra la metafísica y la religión despojaba al mundo de un sentido trascendente y cosificaba a los seres vivos. Si no hay valores absolutos, como el respeto incondicional a la vida humana, y el hombre se atribuye la potestad exclusiva de inventar fines, se corre el riesgo de desembocar en una utopía totalitaria, que utilizará la ciencia para justificar procedimientos tan inaceptables como la eugenesia, el aborto de embriones con alguna supuesta imperfección o la esterilización forzosa. Urge, por tanto, restaurar los valores que trascienden el debate político, subrayando que algunas cosas son innegociables.

El hombre, a imagen de Dios

El hombre no es una cosa, sino la imagen de Dios. Si se olvida eso, resulta más fácil deshumanizarlo y enviarlo a las cámaras de gas. Para los nazis, los judíos no eran humanos, sino un elemento indeseable que alteraba el rumbo de la historia, obstaculizando la hegemonía del Reich. La Shoah se ensañó con los niños, pues representaban el porvenir del pueblo judío. Los cálculos son meramente aproximativos, pues los arquitectos y ejecutores de las políticas de exterminio intentaron destruir las pruebas de su crimen, pero las investigaciones de Raul Hilberg estiman que cerca de un millón y medio de las víctimas del genocidio perpetrado por los nazis eran niños menores de doce años. «¿Qué clase de Dios podía permitir eso?», se pregunta Hans Jonas.

Para el cristiano que suspira por la salvación en el más allá, el mal es inherente al mundo y espera poco de él, pero el judío considera que Dios es ante todo el Señor de la Historia y Auschwitz parece constituir una derrota sobre su poder de gobernar con justicia los acontecimientos del devenir temporal. Hans Jonas considera que solo podemos resolver estos conflictos remontándonos al origen.

La aventura de la mortalidad

¿Cómo surgió el cosmos? Jonas afirma que, por razones desconocidas para nosotros, “el fondo divino del ser decidió entregarse a la aventura y la infinita diversidad del devenir”. Para ello, “se despojó de su divinidad para volver a recibirla de la odisea del tiempo, cargada con la cosecha ocasional de experiencias temporales imprevisibles, sublimada o tal vez también desfigurada por ellas”. Surgió así la aventura de la mortalidad. Accedemos a la vida por medio del cuerpo, que nos permite desarrollar una historia y construir una identidad. La finitud es el precio de existir.

La diversidad sería impensable sin la materia, que refleja la inagotable fecundidad del fondo divino del ser. Para Jonas, la creación del cosmos es la forma en que Dios se conoce a sí mismo, recorriendo todas las trayectorias que brotan de su poder creador. Ese fenómeno implica necesariamente un Dios sufriente. Dios no es un simple espectador. Sufre con el devenir de lo creado, que incluye la imperfección y la muerte.

Dios participa en el dolor

Dios participa en el dolor y deviene. No es inmutable. Si lo fuera, permanecería idéntico a sí mismo y no habría surgido el mundo. Es una idea inaceptable para la tradición platónico-aristotélica, pero no para el judaísmo, que sitúa a Dios en la historia acompañando a su pueblo y salvándolo de la destrucción. Si Dios está en relación constante con el mundo, aberraciones como Auschwitz le afectan necesariamente. No alteran su esencia, pero sí añaden nuevas experiencias a su memoria creciente e infinita. Gracias a eso, la eternidad no es algo indiferente y muerto, sino “una eternidad que crece con la cosecha temporal que se va acumulando”.

Dios no es un mago, advierte Hans Jonas. No puede intervenir en el curso de los acontecimientos, modificando la historia. Jonas añade que Dios no es omnipotente. No es que esté atado de manos, sino que, al crear el mundo, aceptó su autonomía, escondiéndose y adoptando una actitud pasiva. Si no fuera así, no podríamos decir que es bueno y comprensible. Dios no es omnipotente, pero sí absolutamente misericordioso. “No intervino [en Auschwitz] porque no quiso, sino porque no pudo”. La Creación fue un acto de autoalienación divina, gracias al cual surgió un mundo finito capaz de autodeterminarse. “No necesitamos ningún dualismo maniqueo para la explicación del mal; este solo surge en los corazones humanos y gana poder en el mundo. En la mera admisión de la libertad humana se halla implícita una renuncia al poder divino”.

Lo experimentó Etty Hillesum

Ahora nos corresponde a nosotros, afirma Hans Jonas, hacer que “Dios no se arrepienta de haber permitido el devenir del mundo”. Y, en relación a Auschwitz, no hay que esperar ayuda de Dios, sino que somos nosotros los que debemos prestarle ayuda. Es lo que comprendió la joven holandesa Etty Hillesum, deportada y asesinada en Auschwitz en 1943. En sus ‘Diarios’ escribió: “No es culpa de Dios, sino de nosotros, que las cosas hayan llegado a ser así. […] Solo una cosa me queda cada vez más clara: que Tú no puedes ayudarnos, sino que nosotros debemos ayudarte a Ti, y de esta manera, finalmente, nos ayudamos a nosotros mismos. Es lo único que importa: salvar en nosotros mismos un trozo de Ti, Dios… No te pido ninguna justificación; serás Tú quien más tarde nos pedirás justificaciones”.

Yo me atrevo a añadir que Dios no consintió la infamia de Auschwitz, sino que la soportó como una víctima más. Parece un escarnio situar a Cristo en una cámara de gas (el antisemitismo es un prejuicio cristiano), pero la indefensión y vulnerabilidad de un Dios crucificado manifiesta el compromiso de no abandonar a las víctimas en su dolor insoportable. Dios no es el mismo después de Auschwitz. El Mesías moribundo del teólogo protestante Jürgen Moltmann refleja con más fidelidad la presencia de Jesús en el mundo que la imagen del Rey de reyes, Señor de señores.

Abrazo ante la muerte

El Dios que se encarna como paria y muere como impostor, abandonado incluso por sus seguidores, transita por los diferentes escenarios concebidos por la libertad humana para humillar a sus semejantes. No hay complacencia con la muerte, sino beligerancia contra el mal. Sería incongruente afirmar que Dios ama al hombre, pero está ausente en las catástrofes que le afligen. De acuerdo con la tradición judía, “Dios quiere la vida”, pero nunca deja solo al hombre ante la muerte.

Auschwitz se encargó de liquidar la concepción medieval de Dios. Ahora, al hombre le corresponde pensar en un Dios que no es un monarca absoluto, sino un Padre que nos ha convertido en los responsables del devenir histórico, limitándose a revelarnos qué es el bien, la libertad y la esperanza. Auschwitz revela la faz más horrible del mal, pero conviene recordar que entre sus alambradas murieron hombres y mujeres justos que testimoniaron la grandeza del ser humano: Edith Stein, Etty Hillesum, Maximiliano Kolbe, Witold Pilecki. Janusz Korczak murió en Treblinka, pero también merece ser incluido en esta lista, ya que eligió morir con los niños a los que cuidó con enorme ternura en el gueto de Varsovia. Indudablemente, esos nombres, con independencia de sus creencias, son testigos de ese Dios que llora y se aflige cada vez que muere un inocente.