Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

Aprender a mirar para otro lado


Compartir

Dicen que nadie nace sabido. Por tanto, hay que aprender. Tanto el sacerdote, como el escriba, como el samaritano tuvieron que aprender. Y, ya que comienza el curso y estamos en los primeros impulsos, podríamos revisar nuestras fijaciones y horizonte.



Esta última palabra es muy importante. Qué tenemos en el horizonte significa cuál es el trasfondo sobre el que vivimos, incierto y desatendido, recibido del entorno, de la cultura, del modo común de entender. Está, en cierto modo, implícito en todo lo demás y resulta desconocido y misterioso. En él comprendemos nuestra vida y las relaciones, permite que se vean y atiendan unas cosas y otras no.

Un primer cambio de mirada puede ser este. El de superar los temas, para buscar en qué fondo lo estamos percibiendo. ¿Es el de la utilidad, el del poder, el del servicio, el de lo esencial, el de la dignidad de las personas, el de la fraternidad? ¿Cuál es el fondo de nuestra vida y tareas? ¿Qué intenciones quedan desveladas? ¿Somos capaces de poner de fondo el evangelio, el rostro de Jesús, la vida de personas sufrientes? Pero antes, un parada: ¿Con cuánta verdad somos capaces de asumir en qué horizonte nos movemos? ¿Quién puede ayudarnos, sino otro, a contrastar nuestro horizonte? ¿Cómo hacerlo sino en la conversación en la que describimos lo que vemos a lo lejos, con distancia y hacia lo que caminamos?

¿Quién conserva la esperanza?

Dos peregrinos que caminan en la misma dirección tienen la posibilidad de describirse el horizonte en el que están caminando. Me parece que sería un buen ejercicio sinodal, fraterno. ¿Qué vemos más allá de lo inmediato, levantando la vista? ¿Seremos entonces más conscientes de en qué dirección viajamos y en qué orden nos movemos? ¿Alguien está interesado, incluso en la misma Iglesia, en poner de fondo el evangelio en su conjunto o, al menos, intentarlo? ¿Quién conserva la esperanza?

Un texto que, pese a que es repetido, puede siempre ayudarnos es 1 Cor 13. Entre todas las cosas que se dicen del amor, una es particularmente importante en este sentido: “El amor todo lo justifica”. No es que ponga excusas y se explique superficialmente, sino que el amor hace justo al otro, intenta llegar a su corazón con el respeto que se impone a sí mismo quien sabe que el otro es hijo de Dios y es misterio.

Primer plano de los ojos de un niño

Este amor, que se trasluce en la justicia, convierte el mundo con paciencia, con perdón, con tenacidad. Hace falta mirar al prójimo con hondura y la calma de un buen diálogo para que esta justicia no condene y caiga como una losa y sirva para restaurar, recuperar, abrir el corazón herido y replegado. Esta justicia saca al otro de la indiferencia y lo pone ante nosotros como hombre o mujer, como pequeño o mayor.

Una última mirada podría dirigirse valientemente a Dios. Si durante un tiempo largo la humanidad tuvo que conformarse con caminar viendo la espalda de Dios, en el rostro de Jesucristo se da a conocer. Comentaba estos días con mis jóvenes alumnos que, en cierto modo, esta caja de resonancias que somos las personas, a las que nos ocurren continuamente cosas que resuenan dentro, no vibra igual en la cercanía de unos y otros. En la cercanía con el Padre de Jesús, qué música, palabra y acción sale de nosotros. En qué nos desgastamos, en qué nos esperanzamos.