El mundo según Tintín


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Juan Luis, mi hermano mayor, me regaló el primer álbum de Hergé: ‘Tintín en América’. Aunque solo era un niño, aprecié que en aquella aventura había algo más que ocio y entretenimiento. Me impresionó cómo se retrataba el expolio sufrido por los pueblos nativos, expulsados de sus territorios por la fuerza. El descubrimiento de un yacimiento de petróleo provocará que el ejército intervenga para garantizar los intereses de las compañías. Despojados de su hogar a punta de bayoneta, la tribu que ha conocido Tintín no tendrá otra alternativa que despedirse de la tierra de sus antepasados, perdiendo los vínculos con su historia colectiva y sin la posibilidad de continuar con su estilo de vida, basado en la caza y la recolección. Mi conciencia infantil se preguntó qué les esperaba: ¿subsistir como vagabundos, soportando incontables humillaciones? Acostumbrado a los estereotipos de Hollywood, que describían a los pueblos nativos como salvajes sedientos de sangre, aquel episodio alteró mi visión del mundo. Las compañías petrolíferas y el ejército actuaban como los capos mafiosos y sus matones. La civilización se construía a costa del sufrimiento de los más vulnerables. No sospechaba que mi intuición, imprecisa y poco elaborada, coincidía con una famosa reflexión de Walter Benjamin: “No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie”.



Según pasó el tiempo, mi apreciación inicial sobre Tintín y su mundo se consolidó. Aquellos maravillosos álbumes a veces incurrían en el escapismo, pero en general miraban a la realidad de frente, buscando explicaciones. Desde una perspectiva humanista, Tintín recorría el mundo intentando corregir sus injusticias. Se le reprochó su anticomunismo, pero tras conocer masacres como las de Katyn –22.000 ciudadanos polacos de la elite intelectual, administrativa, religiosa y militar asesinados por una orden personal de Stalin– y el terrorífico sistema penitenciario del archipiélago Gulag, donde perdieron la vida tres millones de presos políticos, ‘Tintín en el país de los soviets’ ya no parece propaganda demagógica contra la dictadura bolchevique, sino una denuncia clarividente y precursora, pues apareció en 1929, cuando todavía la mayoría de los intelectuales occidentales celebraban el triunfo del socialismo en la antigua Rusia.

Por el contrario, ‘Tintín en el Congo’ no merece un juicio tan indulgente, pero una reflexión honesta debe admitir que en esas fechas casi nadie cuestionaba el colonialismo y la mayoría de los europeos contemplaban a los pueblos sometidos al yugo imperial con una mezcla de paternalismo y desdén. Tintín trata a los africanos como niños pequeños que necesitan la tutela de los blancos y caza toda clase de especies, cometiendo auténticas carnicerías. En 1931, fecha en la que apareció el álbum, aún no existía conciencia ecológica ni se planteaba remotamente que los animales merecían un trato diferente. Es muy difícil distanciarse de los prejuicios de la propia época. En las obras de Baroja y Valle-Inclán nos topamos con comentarios antisemitas. En Voltaire y Kant, con argumentos machistas que niegan la igualdad de la mujer, justificando su marginación social e intelectual. Exigirle a Hergé, por entonces un dibujante de veinticuatro años bajo la influencia del padre Norbert Wallez, simpatizante del fascismo y en guerra con los judíos y los comunistas, una lucidez que no existió en grandes filósofos y escritores constituye una exigencia desmedida.

‘El Loto Azul’ es la primera obra maestra de Hergé. Constituye una admirable lección de ética y pedagogía que se prolongará en álbumes posteriores. Tintín viaja a Shanghái y allí descubre que las potencias occidentales perpetran toda clase de abusos contra la población local, invocando como justificación la presunta superioridad del hombre occidental. Japón, por entonces una agresiva potencia emergente, sabotea un tramo de ferrocarril y atribuye el atentado a los chinos, consiguiendo el pretexto que necesitaba para invadir Manchuria. Hergé utiliza el incidente de Mukden para mostrar las miserias del imperialismo. La aparición de Tchang añade una nota humanísima a la trama, disipando los reproches de racismo. Tchang Tchong Yen es un joven huérfano al que el joven reportero salva de morir ahogado. Tchang no comprende su gesto, pues siempre había oído que los blancos eran mezquinos y despiadados. Tintín le contesta que en Occidente también se dice que los chinos son crueles y malvados. “Los pueblos se conocen mal», comenta con tristeza el joven reportero. Tchang será el primer amigo humano de Tintín –Milú le precede en el tiempo, pero pertenece a otra especie– y reaparecerá en el Tíbet. Único superviviente de un accidente de aviación, sobrevivirá al frío y el hambre gracias a un conmovedor Yeti, que lo cuidará como si fuera un hijo o un hermano. Tchang Tchong Yen no es un personaje imaginario, sino una versión de Zhang Chongren, estudiante chino de la Real Academia de Bellas Artes en Bruselas. Hergé y Zhang se hicieron muy amigos en la vida real, pero las circunstancias los separaron durante años. En la época de la Revolución Cultural, Zhang fue enviado a un campo de reeducación. Se le obligó a abandonar sus actividades artísticas para trabajar como barrendero. Hergé lo buscó incansablemente durante años hasta que por fin pudo reencontrarse con él en Europa. Fue en 1981, cuando el dibujante se encontraba muy enfermo. Los viejos amigos pudieron intercambiar un emotivo abrazo en presencia de los medios de comunicación, expectantes ante una historia que desdibujada las barreras entre ficción y realidad.

Tintín y la amistad

La amistad es uno de los grandes valores exaltados por Tintín. No se trata de simple camaradería, sino de un aprecio que no desconoce las debilidades e imperfecciones del otro. Tchang es un joven encantador y sin defectos, pero el capitán Haddock es un personaje con incontables flaquezas: borrachín, fanfarrón, inconstante, colérico, irresponsable, pendenciero. Cuando Tintín le conoce a bordo del ‘Karaboudjan’ solo es un borracho miserable al que Allan Thompson, segundo de a bordo, manipula mediante el whisky. Incontrolable y vengativo, llegará a golpear a Tintín a traición, rompiéndole una botella en la cabeza mientras pilota un avión. Ya al final del álbum, se perfilará su redención y, en las aventuras posteriores, se transformará en el propietario del castillo de Moulinsart, hogar de Tintín y Silvestre Tornasol. Hergé muestra que la amistad siempre incluye sombras y desencuentros, pero aboga por perseverar en el afecto. La lealtad no es incondicionalidad ciega, sino un afecto razonado que se empeña en superar todas las crisis.

Hergé no es ambiguo en sus valores. Cree en la libertad, la justicia y la solidaridad, pero sabe que el mal puede contaminar al bien, induciendo conductas inesperadas. A veces, sucede a la inversa. Frank Wolff es un científico que trabaja con Silvestre Tornasol en el proyecto de enviar el primer cohete tripulado a la Luna, pero ha sido chantajeado por el régimen autoritario de Borduria y ha permitido que subiera un polizón a bordo, el coronel Jorgen Boris. Arrepentido por su traición, abandonará la nave para que el resto de la tripulación no se quede sin oxígeno, pues la presencia del polizón ha alterado los cálculos que se habían realizado para garantizar el abastecimiento durante el viaje. Hergé introduce un suicidio altruista en una aventura orientada al público infantil y juvenil, quizás porque sabe que sus lectores desbordan esa franja y agradecen los matices. Wolff se inmola para aplacar el sentimiento de culpa. No es un hombre bueno, pero tampoco un canalla sin remedio. En el mundo de Tintín no todo es blanco o negro. Existen los grises. El ser humano es ángel y demonio. Se podría decir lo mismo de Milú, tentado por un diablillo cada vez que surge la oportunidad de atrapar un hueso o lamer un charco de whisky. Esos dilemas se hacen particularmente trágicos cuando sus amigos están en peligro y lo necesitan. Por fortuna, siempre acude el ángel bueno para luchar contra la tentación.

Se ha dicho que Tintín es un personaje unidimensional, con una conducta irreprochable. No hay ninguna mancha en su trayectoria. Es una especie de sir Galahad, siempre en busca del Grial. Ciertamente, Tintín no comete ninguna indignidad y jamás se inhibe ante la injusticia, pero conoce la soledad y el desengaño. No sabemos nada sobre su familia. Al principio de sus aventuras, es un joven de dieciséis años, quizás menos. Luego se estanca en una franja indefinida entre los veinte y los veinticinco. Tiene un apartamento en Bruselas y su única compañía es Milú. Yo siempre he advertido una sombra de melancolía en el personaje. Al igual que los héroes románticos, el misterio envuelve su existencia. Eso sí, no conoce sentimientos como el rencor, la envidia o el anhelo de venganza. Nunca se alegra del mal ajeno y no le cuesta ningún trabajo perdonar. No se enamora, ni fantasea con formar una familia. Su único hogar es Moulinsart y ni siquiera parece un hogar definitivo, pues siempre está a punto de partir hacia un país desconocido. Quizás el único reproche consistente que podemos realizarle es que no luchó contra los nazis. Durante la ocupación de Bélgica, Hergé optó por enviarlo a lugares exóticos, evitando complicarse la vida. El dibujante no fue un héroe de la Resistencia, pero no simpatizaba con los alemanes. A diferencia de Tintín, eligió el camino más fácil.

Los enemigos de Tintín son villanos que oscilan entre la perfidia y lo grotesco. Entre los más siniestros, hay que citar al sádico agente japonés Mitsuhirato, el coronel Sponsz y Allan Thompson. Todos son violentos, crueles y amorales. Quizás el peor de todos es Laszlo Carreidas, un multimillonario respetable que esconde un corazón sumamente mezquino. Humilla a sus empleados, evade capitales, hace trampas en los juegos de mesa, nunca piensa en los demás y se vanagloria de sus maldades. Entre los bellacos ridículos, hay que mencionar al inefable Rastapopoulos, un millonario griego implicado en guerras, secuestros y tráfico de armas, drogas y personas. Carece de escrúpulos y matar no le ocasiona ningún problema, pero su mala suerte y su mal gusto le sitúan siempre en el terreno de la befa y el escarnio. El general Alcázar también es un criminal, pero sus ansias de gloria y su humillante sumisión a una esposa dominante durante su etapa de guerrillero emboscado en la selva impiden que nos lo tomemos en serio.

Hergé trata a sus personajes secundarios con humor y ternura, utilizando un registro que recuerda a John Ford, siempre atento a esas figuras menores sin las cuales las principales no destacarían. Silvestre Tornasol es un sabio adorable. Sordo como una tapia, se niega a que sus inventos sean utilizados por las dictaduras para incrementar su poder. Secretamente enamorado de Bianca Castafiore, inventa una rosa a la que bautiza con el nombre de la diva. Hernández y Fernández son increíblemente estúpidos, pero obran de buena fe. Pueden sacarnos de quicio. Sin embargo, suscitan nuestra simpatía. La Castafiore es narcisista y egocéntrica, pero siempre se comporta como una buena amiga. Su voz está a la altura de su carácter: poderosa, aguda, enérgica. Serafín Latón es pesado hasta agotar la paciencia de un santo, pero no alberga malicia. El príncipe Abdallah sí actúa con malicia, pero sus bromas pesadas son inofensivas y, en muchos casos, ingeniosas y divertidas.

Todo el universo de Tintín muestra la impronta del humanismo cristiano: exaltación de la amistad, simpatía por los más débiles, solidaridad con los que sufren, indignación ante la injusticia, esperanza de un porvenir mejor, defensa de la libertad. Hacia el final de su vida, Hergé se distanció del catolicismo, aproximándose a las tradiciones religiosas de Oriente, como el taoísmo y el budismo, pero siempre desde una perspectiva humanista que subrayaba la importancia de la persona. Tintín fue algo más que un personaje de ficción. Educó a varias generaciones, transmitiendo valores que no han perdido su vigencia. En un tiempo marcado por el nihilismo y el escepticismo, apostó por la vida y el hombre, subrayando que existir es un prodigio y no una fatalidad, y recordando que necesitamos a los otros para ser verdaderamente humanos. La libertad individual no debe ser un pretexto para desentenderse de las obligaciones hacia nuestros semejantes.

Tintín es un mito y un mito necesario. No me cabe ninguna duda de que el mundo sería un lugar infinitamente peor sin su mechón pelirrojo, sus pantalones de golf y su coraje. Me ha acompañado desde niño y sé que estará a mi lado durante la vejez. Siempre le estaré agradecido. Su amistad ha sido uno de los grandes acontecimientos de mi vida.