Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Una comisión pública sobre abusos sexuales en la Iglesia es una noticia buena


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Una Comisión de Atención a los Abusos Sexuales en la Iglesia es un buen instrumento para que la justicia llegue con mayor profundidad a un mal tan enquistado en el clero y la jerarquía católica. Es una buena noticia para las víctimas y sus familias. Es una noticia buena para toda la Iglesia que se nos ayude a superar este mal. Sería una buena noticia también que la Iglesia la apoyase y se mostrase positiva y activamente dispuesta a colaborar plenamente.

¿Dudas?

Algunas voces sostienen que no hay que hacer una comisión específica para los abusos en la Iglesia, sino que habría que hacer algo más general. Otros se preguntan por qué no hacer una comisión entonces contra los abusos en el deporte, en la enseñanza o en el mundo del espectáculo. A fin de cuentas, el porcentaje de criminales entre el clero es similar en otros colectivos, en torno al 4% –otros porcentajes lo hacen descender entre el clero al 0,5%–. Hay quien sospecha que en realidad esto es una oportunidad aprovechada por quienes quieren destruir la Iglesia.

Nuestra posición es que una Comisión de Atención a los Abusos Sexuales en la Iglesia es una instancia que va a proteger mejor a los menores, que va a procurar mejor la justicia para quienes los hayan sufrido y, además, va a ayudar a tratar más justamente a la Iglesia. A todas luces, las tres razones son profundamente evangélicas.

La Iglesia, un caso singular

La principal razón es que la Iglesia tiene una singularidad: ser una organización en la que han arraigado durante siglos patrones organizaciones y actitudinales que favorecen el abuso de poder y de conciencia, así como el encubrimiento. La fortísima verticalidad de las jerarquías y la pobreza de los cauces para la participación y discernimiento eclesial de los laicos, hacen que históricamente sea una organización especialmente autárquica y corporativista que pone sus intereses de reputación por encima de la defensa de quienes son víctimas de su clero.

Eso no sucede en toda la Iglesia. Hay extensos espacios de Iglesia –parroquias, colegios, universidades, ONG, centros, etc.– en los que todo el mundo puede estar seguro. Pero también es cierto que quienes han cometido crímenes sexuales han podido encontrar dinámicas de protección institucional. Ha sucedido en los lugares más ordinarios del barrio y ha sucedido hasta en el entorno más íntimo de los papas de Roma.

¿Esa singularidad de la Iglesia no sucede en otros ámbitos? Podríamos argumentar que el movimiento #MeToo puso de manifiesto como en entornos de poder empresarial –sea el mundo del espectáculo, medios de comunicación y otros muchos lugares profesionales– hay abusos sexuales y encubrimiento ya que el poder presiona, chantajea, paga acuerdos de confidencialidad, amenaza o trata de destruir al otro. Esto afecta hasta a la propia Casa Blanca, como ha quedado demostrado en diferentes presidentes de uno y otro signo político.

Es verdad que en otros ámbitos puede haber mayor violencia y los criminales tienen mayor poder, pero la Iglesia es un caso aparte que merece una especial atención. No porque haya más casos ni más criminales, sino por el entorno donde encuentran protección. La Iglesia posee una cultura organizativa con una raigambre histórica incomparable con ninguna otra institución. Su extensión es mayor que cualquier otra entidad civil. Tiene su propio régimen jurídico canónico. Además, tiene una relación orgánica con el Estado Vaticano que da amparo internacional a un amplio rango de sus actos.

Los laicos apenas tienen lugares de participación real y viva en la Iglesia católica. Se toma la opinión de algunos laicos, pero no hay un lugar de representación, ni hay cauces reales para que la gente pueda dialogar. No hay verdaderos lugares de discernimiento eclesial donde los laicos puedan ayudar a las decisiones en la Iglesia. Una Comisión pública es, a fin de cuentas, algo legitimado por la soberanía de un pueblo que al menos puede votar.

La Iglesia no es el mayor poder, pero tiene un poder peculiar que no caracteriza a otros ámbitos. Eso justifica una atención singular. De hecho ya la tiene en muchos aspectos –acuerdos entre Estados, financiación pública, reconocimiento de su mayoría social, trato preferente en muchos ámbitos, etc.–. Para lo bueno y para lo malo, es un caso singular.

La Iglesia, a examen

La experiencia ha demostrado que si no existe presión eclesial, social y judicial, en las instituciones eclesiales no se toman las medidas institucionales necesarias. Es la presión mediática que afecta a la reputación y credibilidad de la Iglesia, la que mueve las voluntades. Lamentablemente, el sufrimiento de las víctimas no ha sido hasta ahora suficiente en algunos casos como para que se sea voluntariamente proactivo en buscar la justicia y el perdón de las víctimas.

Todos los procesos que comenzaron a aflorar en la década de 1990 siguieron una evolución similar. No es algo limitado a países anglosajones, nórdicos, occidentales o urbanizados. Es algo existente en la Iglesia universal –también en otras confesiones cristianas y en otras organizaciones civiles, profesionales, educativas, etc.– porque en toda la institución se dan unos patrones comunes de excesiva verticalización jerárquica –hay jerarquía horizontal y comunitaria–.

En todos los países ha seguido un itinerario similar. Primero, unas pocas denuncias rompen el silencio y la vergüenza. Después la presión pública crea un entorno en el que se liberan más voces. Se crean entornos en donde la denuncia no se considera una traición a la Iglesia. La verdad finalmente aflora en toda su extensión real. Una predicción razonable es que en los países donde todavía es incipiente el número de casos, vaya a aumentar. Esto va a ir a más, todavía no ha salido toda la verdad. Crear una comisión pública permitirá conducirse mejor en ese futuro donde el escándalo se intensifique.

Una Comisión hace justicia a la Iglesia

El peor escenario es aquel en el que la verdad no sea conocida. Si solo se reacciona defensivamente o judicialmente, si se tapa el pasado o se muestra pasividad, entonces la Iglesia se hace mucho más vulnerable a las mentiras externas e internas. Una comisión pública crea informes con datos comprobados y reduce las exageraciones. Establece un lugar de diálogo –aunque sea duro en ocasiones– entre Iglesia y sociedad, y encauza el malestar y el dolor.

Una comisión da seguridad a la Iglesia de que la sociedad no solamente reacciona y multiplica el dolor, sino que las energías se encauzan en un itinerario de mejora, de sanación, justicia y rehabilitación.

Un cambio firme pero que necesita tiempo

Es cierto que el contexto eclesial ha cambiado radicalmente: los pasos dados por el Pontífice han supuesto un salto cualitativo para proteger a los menores y personas vulnerables en la Iglesia. La cumbre antiabusos de marzo de 2019 ha generado cambios jurídicos y pastorales de primera magnitud que transforman todo el escenario para que en los espacios y relaciones en la Iglesia haya una protección absoluta. El propio papa Francisco ha vivido una conversión interna en su percepción sobre las causas y soluciones del problema, tal como mostró la crisis episcopal de Chile. Las suspensiones tajantes que el Papa está decidiendo allí donde no se quiere cumplir con el principio de Tolerancia Cero, dan mucha credibilidad al rigor con que la Iglesia ha decidido comprometerse plenamente con la protección y las víctimas.

Jesuitas, Maristas o Salesianos, por ejemplo, han avanzado muy positiva y rápidamente para garantizar entornos absolutamente seguros para menores y personas vulnerables. Hay diócesis que también han avanzado mucho. Se han creado protocolos, forman al personal laboral y voluntario, hay canales para denunciar e intervenir en situaciones de alarma, tienen personal especializado, hay colaboración automática con la justicia, transparencia pública en lo que no viole la protección de datos e incluso participación en campañas para transformar la cultura al respecto. No obstante, la Iglesia católica tiene una implantación muy extendida, con una gran diversidad interna. Los esfuerzos para esa transformación –que implica una conversión integral- deberán ser intensos, extensos y durante largo tiempo.

No obstante, también hay acciones que siembran la duda, aunque formalmente sean comprensibles. La no aceptación de la dimisión de obispos condenados –aunque sea en juicios de primera instancia, difícilmente tendrán la básica condición y confianza para ser pastores– no ayuda. Tampoco ayuda que algunas diócesis no pongan los medios necesarios y mantengan una actitud de colaboración tan pasiva que casi roza la obstrucción.

Es necesario un lugar público donde sea posible hacer seguimiento de la evolución del problema en la Iglesia, que es un espacio público. Que no quepa duda ni sospecha sobre encubrimientos, obstrucciones, que sea transparente.

Mirar al pasado para liberarnos

Parece que se está determinado a erradicar en el presente y futuro el mal. Al hablar del pasado, todo se complica. Hacer revisión hacia el pasado implica a otros pastores. Debería ser la Iglesia la que hiciese limpieza. Hay quien dice: ¿para qué vamos a sacar más casos de los que potencialmente podrían denunciarlo? ¿Para qué vamos a extender más la mancha de lo que ya lo hacen?

Siempre protegiendo la identidad de las víctimas –que no deben ser sometidas, si ellas no lo han querido, a un sufrimiento añadido de publicidad–, es necesario mirar atrás. Casi siempre nos gusta mirar atrás solamente para canonizar gente, pero hay una profunda verdad en la historia que nos espera para hacernos más libres. Es parte de la responsabilidad de la Iglesia con la gente y el Pueblo de Dios. Se lo debe a la sociedad, que tanta confianza, posibilidades y medios ha puesto en sus manos. Debería ser la propia Iglesia quien hiciera memoria de ello, sin necesidad de presiones ni reaccionando solamente a las denuncias de víctimas. Sería un gran paso crear una comisión de memoria de las víctimas de abusos sexuales en cada diócesis. Haría justicia a quienes los sufrieron y nos haría más decentes a todos.

No estamos en la situación en que la gente confíe plenamente en que toda la Iglesia por sí misma va a colaborar plenamente. Los encubrimientos tienen bien merecida tanta suspicacia como hay. Habrá que recuperar la confianza por un largo camino de humildad y autenticidad. Por ello, asumir la creación de dicha Comisión y ayudar lealmente en todo lo posible –sin renunciar a la defensa jurídica en lo que sea necesario–, sería un signo en la dirección de la autenticidad, la credibilidad y la confianza.

La verdad en la voz de los críticos

Escucho voces que todavía dicen que todo esto es una operación de conspiración contra la Iglesia y que quien es contrario al cristianismo, quieren ejercer mayor presión sobre la Iglesia. Hay quien aún dice que los trapos sucios se deben lavar en casa. Hay quien ve en las peticiones de perdón un signo de debilidad.

Hay una crisis de confianza pública y, por tanto, es necesario que el perdón y la recuperación de la confianza sucedan en el ámbito público. No solamente se ha traicionado la confianza de los católicos, sino de la humanidad porque la Iglesia no es un club privado de creyentes, sino la Humanidad que camina con Jesús.

Lo peor es la corrupción de los mejores, dice la sabiduría clásica. Si la Iglesia es hogar de Dios para la Humanidad, entonces el daño es incomparable al que pueda hacerse en cualquier otro lugar. Es un mal que ha sucedido por aquel clero que ha querido estar solo en su poder. Para superarlo, la Iglesia ha de estar con los otros, con todos los que le ayuden. Nos ayudan incluso quienes no queriendo a la Iglesia, le señalan sus males y debilidades. Es fuente de aprendizaje. Es un don tener buenos críticos y buenos adversarios, que te señalen verdades, aunque duelan. Lo que debe doler es el dolor de las víctimas. El Espíritu sopla incluso donde hay quien cree arrogantemente que pudiera. Quizás más ahí que en donde solo hay halagos.

Una Comisión dependiente de la Fiscalía se atiene a la verdad, a los datos objetivos y a Derecho. No es una comisión política. La participación en la misma de personas que puedan tener un juicio indiferente o negativo sobre la Iglesia es necesario. Es necesario que haya pluralidad de personas, siempre que tengan la profesionalidad, credibilidad, ecuanimidad y libertad para buscar y respetar toda la verdad. Eso exige que la comisión sea totalmente transparente –salvo en aquello que pueda atentar contra la protección de datos–, que se pueda interactuar con ella y que, además de una justicia y reparación plena por los delitos, procure en último término la rehabilitación de todos los responsables individuales e institucionales

Un aprendizaje que comienza en la Iglesia

Una Comisión que se centre en la Iglesia puede ser un aprendizaje para el conjunto de la sociedad. El cambio es espiritual, es cultural y es organizacional. No es solamente un cambio eclesial, sino que en el conjunto de la sociedad se está produciendo una transformación que busca la protección de los menores y personas vulnerables. Ha sido en fecha tan cercana como 2018, cuando el movimiento #MeToo ha tenido que romper el miedo y mafias que encubrían los abusos sistemáticos contra las mujeres en los medios de comunicación y producción cultural –cine, televisión, música, teatro, etc.–. El fin de los castigos físicos contra los menores en la escuela es un fenómeno que solamente el final del siglo XX ha logrado ver cumplido en el mundo con mayor desarrollo educativo. Hay un marco cultural, jurídico y moral diferente que está haciéndonos dar un paso gigantesco hacia un mundo más seguro para los menores y personas en vulnerabilidad. Los cambios en la Iglesia forman parte de ello.

Eso no excusa ni explica nada en ninguno de los males cometidos en el pasado. Esos crímenes se deben al mal, no al contexto. El contexto solamente explica parte de su encubrimiento –que a su vez es un mal cómplice–. Ese contexto nos compromete en un movimiento que no es específico de la Iglesia, sino global.

Disponiéndose positivamente la Iglesia a esa comisión, comienza en ella misma un cambio que debe ser global. De ese modo, la penitencia de esa reconciliación no es solamente reparar las culpas con las víctimas y sus familias, sino sanar como institución y luchar con todos sus medios y en todos los ámbitos contra la cultura de abusos de poder, conciencia y sexuales. Una comisión puede ser un lugar de verdad, de reparación y de compromiso con el cambio.

Un cambio espiritual

Hechos los cambios de la Cumbre Antiabusos del 2019 en Roma, queda por llevar su aplicación a cada una de las diócesis. El mayor obstáculo procede del arraigo de esos patrones organizativos y culturales, tan internalizados por parte del clero y el laicado. El espíritu del Concilio Vaticano II no profundizó suficientemente en todo el tejido eclesial como para haber transformado la Iglesia. Por el contrario, los abusos de poder, conciencia y sexo muestran que ha habido reversiones, no conversiones. Eso explica que una parte excesiva del episcopado estuviera desorientada sobre el asunto de los abusos, tuviera reacciones defensivas y desconociera incluso lo que indica el derecho canónico.

Como el papa señaló en la crisis de Chile, el abuso sexual viene precedido de un abuso de conciencia y éste, de un abuso de poder. Ese abuso de poder forma parte de una estructura eclesiástica con una cultura de la autoridad dominada por la lógica del poder y no del servicio ni del discernimiento eclesial y comunitario. Es un problema sistémico que está arraigado en patrones culturales –sostenidos tanto por una parte del clero como también por parte de los nuevos movimientos laicos– cuyo cambio requiere una conversión profunda y tiempo para procesarlo.

Los abusos son un mal que en última raíz es un mal espiritual. El abuso del poder viene provocado por una corrosión espiritual honda. En último término, una desconexión con el Dios que solo puede amar. Esa falta de espiritualidad no es solamente personal sino que se plasma en religiosidades sin Dios, en teologías sin Espíritu, en eclesialidades sin Pueblo, en ritos sin oración. Esas desconexiones están íntimamente imbricadas con los patrones culturales. No es extraño que la Iglesia señale que superar el mal de los abusos exija una muy profunda conversión de los corazones de cada uno de nosotros y del corazón de la Iglesia. Eso supone que hay mucho por transformar, porque los obstáculos son grandes y están dentro de los centros de autoridad de la Iglesia.

Conclusión

Superar el riesgo de abusos en la Iglesia necesita profundos cambios institucionales, organizacionales y espirituales, que van a necesitar tiempo. Durante ese tiempo de honda transformación, la sociedad y el Pueblo de Dios deben contar con instancias desde las que hacer seguimiento y empujar en la buena dirección. Ojalá que esas instancias existieran también dentro de la Iglesia y que la gente común pudiésemos confiar plenamente en ellas, pero ha sido precisamente esa confianza la que ha sido quebrada y costará recobrarla. Hay que reconocer que la Iglesia está en camino, pero necesita ayuda para recorrerlo. Y, sobre todo, las víctimas necesitan ayuda para que la Iglesia haga el camino que debe hacer. Una Comisión pública del ministerio fiscal, puede ser una herramienta para ayudar a las víctimas y recrear confianza.

A aquellos que son muy críticos con la Iglesia, que están indignados, a quienes son adversos a la religión, a los anticlericales, a quienes incluso quieren la extinción de las religiones en toda la tierra: no nos dejen solos, ayúdennos a encontrar la verdad. Les necesitamos. Solos no nos bastamos en la Iglesia. Si estamos con ustedes –aunque sea debatiendo–, nos apareceremos más a Jesús, quien le gustaba estar con todos.